lunes, 6 de diciembre de 2010

Las consecuencias de la inacción. Por Juan Velarde Fuertes

Desde que en el verano de 2007 estalló una evidente, y muy fuerte, crisis económica, la mayor crítica que se puede hacer a los responsables de la política económica española es la de la inacción. En primer lugar se negó que la depresión pudiera llegar a España, a pesar de que era obvio que seríamos sacudidos con fuerza por lo sucedido a partir de aquella fecha, dado el alto grado de endeudamiento que tenían nuestras empresas financieras, no financieras y las economías domésticas y perteneciendo la española no sólo a la Unión Europea, sino a la Eurozona, lo que la abría mucho a las consecuencias del exterior. Posteriormente, cuando la presencia de una clara recesión era palpable, se manifestó que era debida, exclusivamente a factores exógenos. La inacción estaba así automáticamente justificada, porque al ser, por definición, exógenos todos los causantes de la crisis, era absurdo pensar que algo se pudiera intentar desde España.

Más adelante, cuando las perturbaciones españolas, por nuestro peso en la economía mundial, amenazaban la situación de muchas otras economías, diversos dirigentes foráneos presionaron con fuerza para que el Gobierno español comenzase a tomar medidas de reacción ante la crisis, que al ser fuertes, evidentemente tendrían costes políticos. Piénsese que por nuestra culpa, el euro se puede tambalear. Su descenso significa una subida del dólar, con lo que Estados Unidos resultan perjudicados en sus posibilidades de exportar, y por supuesto, otro tanto sucedería con el yuan chino. Las evidentes serias advertencias desde Bruselas —y por supuesto desde Berlín—, desde Washington-Nueva York y desde Pekin se explican con facilidad, sobre todo si recordamos las jornadas de mayo de 2010. Pareció que todo iba a cambiar a causa de la dureza observada en la acción de las grandes potencias económicas sobre España. Sin embargo, si bien se aceptó hacer reformas, pronto se tuvo la evidencia de que el talante oficial español no comulgaba con eso.


Recordemos cómo estas reformas, aparentemente prometidas, se aplazaban. Por ejemplo eso sucede con el asunto de la financiación de las pensiones, a pesar de que no es posible continuar con el planteamiento actual, y no digamos en otros aspectos relacionados con el Estado de Bienestar. Pero otras veces se retrocedía tras unas manifestaciones iniciales de asunción de lo solicitado, y se hacía de tal modo que esterilizaba incluso lo poco que se había llevado adelante de reforma. Cabalmente eso es lo que ha sucedido en la obligada alteración a fondo, si es que se deseaba mejorar, del mercado del trabajo. También se observó que en ciertos aspectos de la cuestión, se concluía por aceptar algo tan obvio, como el no proseguir el cierre de centrales nucleares. Pero se dejaron tal cantidad de flancos al descubierto, mientras se actuaba con lentitud extraordinaria —basta recordar lo que acontece con la localización de los cementerios nucleares para entenderlo—, que tampoco de ahí se obtenía fruto apreciable alguno. Y como una especie de colmo, a quienes denunciaban que esta política no era congruente, con nuestras necesidades, al temer que estas denuncias llegasen a oídos de quiénes del exterior habían presionado para hacerlas, se acusó de antipatriotas a tales denunciantes.

Naturalmente, al no hacer nada, al endeudamiento inicial privado, se unió uno colosal público. Con una competitividad arruinada al no llevar adelante reformas estructurales, el déficit de la balanza comercial conseguía que el déficit por cuenta corriente se situase —último dato comparativo conocido— en los doce meses que concluyen en agosto de 2010, en los 73.800 millones de dólares, la cifra mayor en la economía mundial, tras Norteamérica. Tanto en 2009 como en 2010, el sector público respecto al PIB ofrece los déficit mayores de nuestra historia, al menos desde 1850, con lo que su versión, en forma del endeudamiento, se incrementa. Pero, además, el no hacer nada ha ahuyentado las IDE, las inversiones directas extranjeras, o sea, no las a corto plazo, que han pasado a contemplarse como un elemento esencial del desarrollo desde la aportación inicial del profesor japonés Akamatsu del «desarrollo en cuña», iniciada en 1935, pero conocida en Occidente únicamente tras la publicación de su artículo «A Theory of Unbalanced Growth in the World Economy», aparecido en «Weltwirtschaftliches Archiv» en 1961. Simultáneamente nuestros empresarios comprendían —y hacían bien— que más allá de nuestras fronteras los negocios eran mucho más suculentos, con lo que tampoco por ahí venía alivio para nuestro endeudamiento exterior.

A partir del 22 de noviembre de 2010, y sobre todo tras el «martes negro» del día siguiente, 23 de noviembre, todo ha cambiado y continúa cambiándose de modo acelerado. Un dato clave. Los bonos a diez años alemanes, el 27 de diciembre de 2009, tenían un tipo de interés en los mercados, del 3,32%. El de los españoles era el 3,94%, o sea, un 0,62% más; el 26 de noviembre de 2010, o sea once meses después, exactamente, porque el 27 de noviembre es sábado y no hay cotizaciones, el tipo de interés alemán es de un 2,69%, descenso que facilita la actividad, cada vez mayor de ese país, mientras que el español ha saltado nada menos que al 5,24%, que ya por sí mismo frena absolutamente nuestra posibilidad de salir de la crisis, acentúa el endeudamiento y sitúa el diferencial en un colosal 2,56%. El corolario es, por supuesto, desempleo y freno a la actividad, o sea, caída del PIB y el riesgo de que la decepción que surge en los mercados pudiera aun castigarnos con más dureza en un inmediato porvenir. La salida ha sido casi dramática: vender la plata de la casa —liquidar aeropuertos y lotería, reducir gastos en desempleados—, que se edulcoran con algunas medidas de estímulo a las PYMES. La inacción tiene costes terribles.


ABC - Opinión

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