domingo, 11 de septiembre de 2011

El 11-S y la libertad. Por Esther Esteban

Han pasado diez años y, en la memoria colectiva, parece que fue ayer. Los ataques a las Torres Gemelas cambiaron el mundo, se cobraron cerca de tres mil vidas humanas y todos contemplamos espantados la más terrible cara del terrorismo fanático e irracional.

Han pasado diez años y recuerdo milimétricamente aquel 11 de septiembre del 2001. Un grupo de siete mujeres periodistas, habíamos quedado a comer en la bolsa de Madrid con su presidente, Manuel Pizarro. Se trataba de analizar la situación política y económica del momento con un fino analista y la cosa transcurría con total normalidad, hasta que, bruscamente entró la secretaria del anfitrión demudada con la cara pálida y la voz temblorosa. ¡Perdón por la interrupción, pero ha pasado algo muy grave en las torres gemelas y convendrían que ustedes vieran las imágenes!.

Nos levantamos, apresuradamente, de la mesa arremolinándonos en torno al televisor de su despacho y se hizo un silencio atronador que cortaba el aire. En la confusión del momento los corresponsales hablaban de un terrible accidente, hasta que de repente vimos en directo el segundo impacto. El primero que se atrevió a pronunciar la palabra atentado terrorista fue Manuel Pizarro, como también fue él quien apuntó, con una rapidez propia del mejor de los analistas internacionales, que podría ser obra de Bin Laden, señalando algunos datos de su biografía.


No nos volvimos a sentar a la mesa. Cada una de nosotras se marchó, también con rapidez, a la redacción del medio en el que trabajábamos - yo entonces estaba en Antena 3- y a partir de ahí en mi recuerdo solo hay días y días de trabajo, de conjeturas, especulaciones, secretismo y de imágenes de desolación muerte y terror. Vimos deambular sin rumbo, como perdidos, convertidos en guiñapos a ejecutivos que hasta entonces eran hombres poderosos, vimos tirarse por las ventanas seres humanos desesperados, conscientes de eran sus últimos instantes de vida, a personas inocentes que se hacían preguntas sin respuesta y también a fanáticos que pedían venganza.

Han pasado diez años y el mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero la pugna entre libertad y seguridad que renació con fuerza el 11-S sigue sin resolverse. Muchos pensadores e historiadores han escrito libros cuya principal conclusión es que aquello supuso un antes y un después en los derechos civiles de la democracia mas avanzada del Planeta. Aquello generó miedo y el miedo y la libertad son raramente compatibles.

Acabo de leer una reseña del último libro de David K.Shipler donde, tras una breve lección de historia, se va a la calle y observa a la policía en varios barrios de Washington instigando a los sospechosos a renunciar voluntariamente a sus derechos de la cuarta enmienda: "La posibilidad más aterradora desde el 11-S -escribe el autor- no ha sido el terrorismo sino la de que los estadounidenses renuncien a sus derechos a costa de perseguir la quimera de la seguridad".

Tal vez tenga razón y diez años después de aquella sinrazón, que dejó 1600 personas sin pareja y a 3.000 niños sin padres, lo que quede es una merma en las libertades individuales y dolor, demasiado dolor no superado. Tal vez tenga razón y, como escribe en las páginas finales del libro, tengamos que recordar que "los derechos del criminal más miserable de todos no son solo tuyos, nos pertenecen a todos".


Periodista Digital - Opinión

Los inmuebles de sus señorías. Por Rafael Torres

Mariano Rajoy está tan convencido de que va a ganar, se le antoja tan segura e incontrovertible su victoria el 20-N, que le ha encargado la dirección de la campaña electoral a Ana Mato, y a González Pons decir cosas de vez en cuando. Sólo una fe tan marmórea en el triunfo, una seguridad tan apabullante, justificaría la asunción de semejantes riesgos.

Sobre Ana Mato, exmujer de un conspicuo imputado en el Caso Gürtel, Jesús Sepúlveda, alcalde de Pozuelo hasta 2009, planeó en su día la sospecha judicial de haberse beneficiado de algún viajecillo de los que regalaba la red dirigida por el famoso Correa, pero su honor quedó indemne al rechazar el juez instructor, Pedreira, imputarla por cohecho. Desde ese punto de vista, Ana Mato puede, con todas las de la ley, dirigir todas las campañas electorales que quiera, pero desde otros puntos de vista no sé yo si puede: afirmar, como ha afirmado muy seria, que el PSOE pretende dividir a la sociedad en ricos y pobres, no parece que la faculte gran cosa para bruñir adecuadamente el mensaje alternativo de gobierno que propone el Partido Popular.


La sociedad, de siempre, ha estado dividida en ricos y pobres, como, por lo demás, sabe perfectamente Mato, que de pertenecer a uno de los dos grupos, pertenecería, con toda seguridad, al primero. Por desgracia, no podemos saber, de momento, cuánto declara poseer Ana Mato, pues la web del Congreso, que informaba al fin sobre los patrimonios de sus señorías, se colapsó enseguida por el alud de visitas que recababan esa información precisamente.

Para como anda el país, y no digamos el mundo, los diputados y senadores españoles están bastante forrados. Unos más y otros menos, ciertamente. Los del PP, en general, más que los del PSOE, como es lógico, pero a todos parece que les dio por lo mismo: la especulación inmobiliaria. ¿A qué, si no, la cantidad de casas e inmuebles que tienen? Los malpensados, a poco que piensen un poco bien, se explicarían la supresión del impuesto sobre el patrimonio y la resistencia de sus señorías, en éstos tiempos de miseria para tanta gente, a resucitarlo. Según Mato, esa desgraciada realidad de ricos y pobres se la inventa Rubalcaba.


Periodista Digital - Opinión

Los mártires del 11-S. Por Pedro Calvo Hernando

Diez años después de aquel trágico 11 de septiembre me parece que es momento oportuno de mirar cómo es el mundo hoy y cómo lo ha venido siendo desde el 11-S, más que insistir hasta el aburrimiento en el recuerdo de aquellos acontecimientos.

El mundo de hoy es menos seguro de lo que lo era antes de aquella fecha y así ha venido siendo desde entonces. La respuesta norteamericana fue tan brutal y sanguinaria que no podía producir otros efectos que los que produjo, como la división de Occidente, la desestabilización del planeta y la marcha atrás en la búsqueda de la paz universal. Se declaró la guerra a un enemigo sin identificación y sin territorio, se violó la legalidad internacional y el sistema de Naciones Unidas, se instaló la arbitrariedad, la tortura y la guerra ilegítima como normas de comportamiento del país más poderoso y de los que le siguieron en esa aventura. Se fue al garete la perspectiva del avance global hacia un mundo mejor, más justo y más cercano al alcance del sueño de un Gobierno democrático mundial que abriese el camino a la igualdad entre los hombres.


Cuando llegó al poder Barack Obama el desastre estaba culminado y, pese a su carisma y buena voluntad, pronto se demostró que el daño necesitaría muchos años para encontrarle los remedios eficaces. Ni siquiera pudo cerrar Guantánamo, ese estandarte de la gobernanza canalla, criminal y antidemocrática que tanto había animado a los asesinos de las Torres Gemelas a proseguir sus hazañas terroristas, como enseguida sufrimos en Madrid, Londres y otros lugares. Y vino también la crisis económica, que mordió a Europa y América en su desprotegida yugular, debilitadas y divididas, lejos ya del sueño de los padres fundadores, perfectamente preparadas para entrar de lleno en el caos alimentado a fondo por la irracional política inaugurada tras el 11-S.

Los mártires de aquel día habrían merecido y merecen otros gobernantes y otras estructuras supranacionales capaces de cambiar un mundo ya inservible diez años atrás, pero mucho más inservible en el décimo aniversario.


Periodista Digital - Opinión

Rubalcaba, sí. Rajoy, también. Por Fernando Jáuregui

"Rubalcaba, sí", dice un vídeo de precampaña lanzado por el equipo del candidato socialista. Me parece desafortunado, lo digo incidentalmente, un eslogan que sugiere que, entonces, sería "Zapatero, no"; como si el hasta hace poco vicepresidente fuese capaz de lograr lo que no consiguió su flamante ex jefe. Así lo han comentado, con la malevolencia propia de la profesión que comparto, columnistas y tertulianos del pelaje más variado. Anécdotas y sarcasmos aparte, ya sé que no está de moda decirlo, pero, más allá de los muchos errores que el partido aún gobernante está cometiendo en su recta final hacia la (re)conquista de La Moncloa, pienso que el candidato es un político de raza, de los que ya casi no quedan, que es un hombre honesto e inteligente al que yo le reconozco capacidad para gobernar. Otra cosa es lo que yo piense de una parte de su equipo.

Rajoy "merece confianza". Es el sentido de otro eslogan, utilizado este desde el Partido Popular, y que da título al libro que esta semana se ha publicado bajo la presunta autoría del propio candidato del PP a la presidencia el Gobierno: una autobiografía que, como todas en su género, está edulcorada, por supuesto. Y sí, también pienso que Rajoy merece confianza. Otra cosa es lo que yo opine de algunos de los que forman el "cinturón de hierro" en torno al hoy líder de la oposición.


Es decir, que ambos, Rajoy y Rubalcaba, me parecen dignos de ocupar la jefatura del Gobierno de este gran y zarandeado país que se llama España: los dos tienen amplia experiencia en transitar por la Administración, ambos cuentan con una buena formación -cada uno en lo suyo, claro--. Sus características personales son muy diferentes, cada cual con sus claros y oscuros, pero complementarias. Ya sé que a usted puede sonarle a utopía, pero a mí me encantaría tener a uno de presidente y al otro de vicepresidente, en un Gobierno de gran coalición. Porque me parece que los españoles, en su mayoría -con las lógicas excepciones, desde luego_, reclaman un pacto de amplísimo espectro para enfrentarnos a las exigencias exteriores sobre la economía y a las interiores reclamando avances sociales e institucionales.

Son, Rajoy y Rubalcaba, probablemente lo mejor que hoy por hoy se puede encontrar entre los dirigentes conocidos de sus respectivos partidos. Comprendo que pedir que, en un momento de crisis nacional -a ver si cinco millones de parados, con perspectivas de que esta cifra aumente, no suponen una situación de emergencia--, ambos candidatos, los dos únicos con posibilidades de presidir el Ejecutivo español, aporten sus indudables saberes y cualidades para construir país en una misma dirección, pueda ser considerado por alguno como algo contrario al sistema de partidos que ahora impera. Me da lo mismo: hay momentos en los que se reclaman actitudes y soluciones nuevas. Y, visto lo que estamos viendo, o resulta que la crisis es menos grave de lo que todos dicen -pero ¿por qué iban a mentirnos desde la directora del FMI hasta el economista más bisoño?- o resulta de una irresponsabilidad y falta de patriotismo alarmantes no anunciar cuanto antes la voluntad de llegar a este gran pacto nacional, tan imprescindible.


Periodista Digital - Opinión

Rubalcaba. Sí que es posible. Por José T. Raga

Me consta que nunca el socialismo ha sido buen administrador de los recursos. Los conservadores acrecientan para que los socialistas despilfarren. Los ejemplos están al alcance de todos.

El zorro y el cuervo, ya recuerdan ustedes la vieja fábula, han intercambiado sus papeles. El zorro, astuto, sagaz, intuitivo, silencioso y prudente hasta el límite, consigue en el relato, gracias a su imagen, despertar en el cuervo su presunción, su arrogancia, su vanidad, impulsando su incontenible locuacidad, para perder, en un abrir y cerrar el pico, toda la riqueza acumulada: un queso.

El candidato Rubalcaba ha pasado, en poco tiempo, de zorro a cuervo. La gente, erróneamente, le veía en su período pre-candidato como una persona inteligente, de prudencia extrema, sereno aún en momentos difíciles, tan escueto en palabras que rayaba en lo desabrido. Su estilo maniobrero e incisivo, y su aparente racionalidad, conseguía que muchos abrieran la boca perdiendo su buen nombre y la fama atesorada. En otras palabras, en esa larga trayectoria política –toda una vida– encarnaba de forma maestra la figura del zorro de la fábula.

Desde su acceso a la condición de candidato se ha transmutado rápidamente en cuervo. Con la presunción y arrogancia de éste, abre la boca para sentenciar sobre lo humano y lo divino, sobre lo verdadero y lo falso, las más de las veces con ánimo de confundir o de engañar, perdiendo todos aquellos rasgos que la sociedad indebidamente le había otorgado.


Recientemente, ante una propuesta política del señor Rajoy, tuvo la osadía de afirmar categóricamente que rebajar los impuestos y mantener los gastos sociales es, simplemente, imposible, y que proponerlo es una forma de mentir para engañar ante unas elecciones. Pues no, señor Rubalcaba, es posible, y usted sabe que es posible. Dos son las apostillas que quisiera hacerle, no porque crea que usted no las conoce, sino para que no pueda decirlo.

Una, es la vieja tesis de Laffer que evidencia la curva de su nombre, según la cual una disminución de los impuestos incrementa la actividad económica y, con ella, incrementa también la recaudación impositiva. Sé que usted puede tener la tentación de abrir la boca –como el cuervo– para decir que se trata de una teoría. Como el cuervo, perderá cada vez más el poco patrimonio que le queda ante los que todavía no le conocen, pues la pretendida teoría se mostró cierta experimentalmente en los gobiernos del señor Aznar.

La otra, es que sólo la maldad del cuervo le puede llevar a identificar los gastos sociales –prestaciones y subsidios– con el gasto público. Los gobiernos a los que usted ha pertenecido, todos, han sido una muestra de despilfarro de recursos públicos sin incremento de transferencias sociales, un signo de prodigalidad que debería ser perseguido de oficio en defensa de los intereses de la Nación. Así las cosas, se puede reducir el gasto público en equilibrio con los menores impuestos, sin reducir por ello los gastos sociales.

Me consta que nunca el socialismo ha sido buen administrador de los recursos. Los conservadores acrecientan para que los socialistas despilfarren. Los ejemplos están al alcance de todos.


Libertad Digital – Opinión

Del calentón de la Asamblea al frío de la soledad. Por Andrés Aberasturi

A ver; la tendencia natural, lo que le pide el cuerpo y el alma a uno, es cerrar filas con los maestros, alinearse con los profesores y acompañarles hasta el final del camino. Pero justo entonces, te dicen que van reventar el pregón de las fiestas de mi querida Guadalajara y montan tal bulla en el teatro Buero Vallejo, que la pobre Almudena de Arteaga no puede dar lectura a los folios que estoy seguro había escrito desde el amor a esa tierra a la que pertenece por familia. ¿Qué culpa tiene la ciudad de los problemas de los profesores y por qué esa falta de educación de los que son, por definición, educadores?

Y buscando argumentos para apoyarles, te metes a estudiar informes comparativos con lo que ocurre con sus colegas en Europa y resulta que en primaria y secundaria, los maestros españoles no están nada mal ni en horas lectivas y ni en remuneración. Y planteas estas dudas a algún sindicalista y te dice que de dónde has sacado semejantes disparates; hay informes de la Comisión Europea, de la OCDE... Inútil, el sindicalista asegura que todo es mentira y que estás manipulando.


e vuelven a confirmar lo que aseguran los informes. De cualquier forma se me sigue apareciendo la figura de don Cruz, mi primer maestro -que yo creo que no bajaba de las treinta horas lectivas, el pobre- y pese al boicoteo nada elegante de Guadalajara y las informaciones de de la UE, vuelvo a intentar alinearme con ellos. Miro el mapa de los conflictos y donde más radicalmente se anuncian son en la Comunidad de Madrid, en Castilla-La Mancha y en la Galicia. Debe ser casualidad que sean las tres del PP.

Pero en Madrid se decide algo verdaderamente contundente: tres días a la semana de huelga indefinida. Y se decide -al parecer- un poco en contra de los sindicatos que proponían una manifestación para el día 14. Pero la asamblea no estaba por la labor de esa bobada y después de muchos abucheos y muchas intervenciones -muy al estilo 15-M- salen con el acuerdo de los tres días de huelga a la semana. Un fracaso más de los sindicatos que -aunque lo nieguen- están superados por todos sitios.

No sé que pasará en otras comunidades pero el peligro es siempre el mismo: el efecto bumerán de estas actuaciones. Llevamos 20 años de fracaso escolar, 20 años a la cola de Europa, 20 años de abandono de los estudios antes de tiempo, 20 años de todos los males habidos y por haber. ¿Convencerán los profesores a los padres de que todo este lío lo montan porque al tener que dar dos horas más de clase por semana se deteriora la calidad de la enseñanza? ¿Pero es que se puede deteriorar aun más? Y si al final hacen los tres días de huelga ¿convencerán que todo el lío en el se van a ver inmersas las familias es sólo por el bien de sus hijos?

Sólo queda esperar que se imponga la sensatez y el diálogo, que de los calentones de las asambleas se pasa al escalofrío de la soledad y que todos estamos bajo la misma crisis; que lo que ahora se jalea, en un par de semanas se vuelve contra sus protagonistas y entonces es muy difícil dar marcha atrás.


Periodista Digital – Opinión

Fin de esta historia. Por Angela Vallvey

Hace diez años el mundo cambió para siempre. Hoy se cumple el décimo aniversario del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York.

El planeta entero se radicalizó a partir de ese día, sin que nos diésemos cuenta. Todo arreció. La lucha contra el terror derivó en guerras que aún se batallan. La fea globalización dejó más beneficios y más perjuicios a partir de entonces.

La seguridad desapareció –aunque puede que nunca hubiese existido–, la ilusión compartida de su existencia se hizo añicos. Las ideologías se extremaron. Las religiones también. Después del 11 de septiembre de 2001, hemos visto cientos de veces las imágenes de la matanza, de la destrucción, sin saber que son la metáfora de la ruina de Occidente, del principio del fin –ahora sí– de la decadencia de Occidente.

Comenzó ese día un proceso imparable de humillación. USA y Europa han agachado la cabeza. Con el 11-S concluyó el colonialismo –ahora sí–. El Imperio Romano tardó siglos en caer. El occidental empleará mucho menos tiempo en el proceso si nadie lo remedia.
La televisión es nuestro gran teatro contemporáneo, aquel donde se representa la humillación incesante, voraz y ambiciosa del individuo occidental, de impulsos autodestructivos, que obtiene un extraño placer haciendo públicas sus desdichas, sus llagas espirituales, mentales o físicas, como heridas bañadas por el Sol.


Algunos programas, de corte temático, se ocupan de que estemos al tanto de las variedades infinitas de sordidez que poseemos. Casi podemos asistir a espectáculos titulados con el nombre del «defecto» de los protagonistas: obesidad, orfandad, pobreza, sentimentalismo... Es el gran circo de la carne en mal estado exhibido con una altanera humildad, a lo mejor la «humilité vicieuse» de que hablaba Descartes; tal vez la falsa humildad del necio taimado que confía en la lástima como fuente de ingresos morales, ferozmente igualitaria.

Sin duda, la moral del esclavo. Dice María Moliner respecto a la humillación: «Le humillan obligándole a obedecer al que antes estaba a sus órdenes». Antes, Occidente mandaba. Ahora, se somete ante los que fueron sus subordinados (Asia, Iberoamérica, Oriente Próximo…). El viejo esclavo se convirtió en su propio amo y se explota a sí mismo (los países emergentes). Y el antiguo patrón está en la ruina, sin esclavos.

Antes del 11-S, la televisión servía a nuestras órdenes, o al menos a las de nuestros sueños materiales: lujo, poder, riqueza… Hoy, las series y programas televisivos vomitan realidad a borbotones: taras físicas, enfermedad, soledad, estupidez. Los actores ya no viven vidas prestadas por un grupo de guionistas bien pagados. Actualmente, el único guión es el que escribe con renglones torcidos la propia vida. La vida a secas, precaria, despiadada, la que reparte generosamente pústulas, males, fealdad y desorden.

La que todo lo da para al final quitarlo todo, cobrándose de paso los intereses de su oneroso préstamo «subprime».
Este aniversario nos recuerda que otro mundo fue posible. Mejor para nosotros. Peor para los otros. Nos recuerda unos tiempos que, seguramente, nunca volverán.


La Razón - Opinión

EEUU. La doble vara de medir. Por Alberto Acereda

Cuando algún político o figura cultural o popular ligada a la izquierda política yerra, los medios de ese falseado progresismo hipócrita miran para otro lado.

No quiero dejar de contar lo que me parece uno de los mayores atropellos a la inteligencia de los ciudadanos: la doble vara de medir de los medios de comunicación que se llaman "progresistas". Cuando algún político o figura cultural o popular ligada a la izquierda política yerra, los medios de ese falseado progresismo hipócrita miran para otro lado. Si el error procede de alguien cercano a la derecha política, esos mismos medios se abalanzan y dedican páginas, comentarios, reportajes y noticias al caso. Como en el verdadero debate de las ideas no les alcanza, el propósito no es otro que ridiculizar a la derecha política.

Lo vimos con Ronald Reagan, con Margaret Thatcher y, más recientemente, con George W. Bush, por citar tres ejemplos. En EEUU lo estamos viendo ahora con los candidatos republicanos a la presidencia: Michele Bachmann mete la pata con la fecha de nacimiento de Elvis Presley, y tenemos cantinela para varios días. Rick Perry dice que no cree en el calentamiento global causado por el hombre, y le acusan de estar contra la ciencia. Newt Gingrich tiene un problema en su campaña, y lo dan por muerto y sin opción en la carrera presidencial, a falta todavía de unos meses para las primarias de Iowa.


Mientras tanto, si Barack Obama o Joe Biden arruinan de verdad la economía y meten la pata, el silencio en la izquierda es unánime. No importa que Obama dijera en Oregon durante su campaña de 2008 que había recorrido 57 estados y le quedaba uno más. Sabemos que sólo hay 50 estados, pero viniendo de Obama, todo valía. No importa que en un discurso pronuncie mal tres veces en un minuto la palabra "corpsman", que haga un chiste de mal gusto de los Juegos Paraolímpicos, que confunda el alemán con el "austrio" y así una tras otra. No importa tampoco que su vicepresidente, Joe Biden, invitara en un mitin en Missouri a ponerse de pie a un senador local discapacitado y en silla de ruedas, no importa que llamara a Obama el primer candidato negro "limpio" o que dijera que la palabra "jobs" tiene tres letras.

Lo mismo pasa con figuras públicas ligadas a iconos culturales de la izquierda política. El último caso es el de Martin Luther King, Jr., figura y entorno que incomprensiblemente la izquierda se ha apropiado, pero que les sirve para aparentar defender la igualdad. Menciono esto porque en una reciente ceremonia de inauguración del nuevo memorial de Martin Luther King, Jr. en Washington, la hija del reverendo, Bernice King, se lió gravemente con la historia asegurando que Abraham Lincoln había firmado la Declaración de la Independencia.

Lo más grave, sin embargo, es que en el error había también un comentario que implicaba cosas más preocupantes. Bernice King afirmó: "Para concluir, reconozco que papá está de pie. Lincoln está sentado. A Lincoln se le recuerda por firmar la Declaración de la Independencia. A papá se le reconoce por estar de pie a favor de la verdad, la justicia, lo correcto, la paz y la libertad". La implicación de que Lincoln, el blanco, aparecía sentado y MLK, el negro, aparecía de pie, trabajando, no ha sentado muy bien tampoco por aquí.

Los medios progres han ignorado este asunto porque, por lo visto, no es plan atacar a la hija de Martin Luther King, Jr. por un simple y pequeño error histórico. Aceptemos la posibilidad de que Bernice King sepa de verdad que Lincoln firmó la Proclamación de Emancipación y no la Declaración de Independencia, y que todo haya sido un pequeño error... Lo lamentable es que en la doble vara de medir queda claro que a quienes aparecen ligados a la izquierda política se les pasan estas cosas, y a los que no, se les saca cuenta de todo, incluso por errores mucho menos importantes. Si en lugar de Bernice King, el discurso fuera Sarah Palin, de Michele Bachman o de cualquier otra figura política conservadora, faltaría papel para publicitar los hechos. Y eso no deja de ser, a mi juicio, un atropello a la inteligencia aunque estemos ya demasiado acostumbrados. Tanto que hasta tenemos que aguantar también que el sindicalista Jimmy Hoffa, Jr., presente a Obama en un acto y llame a la guerra contra los "hijos de p..." del Tea Party.


Libertad Digital – Opinión

Morbo y chafardeo. Por Fermín Bocos

No hay precedentes en la curiosidad que ha suscitado la publicación de los bienes y el patrimonio de los diputados. Publicar la relación y quedar bloqueada la página web del Congreso, fue todo uno.

Hasta cierto punto es lógico. Están los políticos tanto tiempo y tan seguido en el escaparate de la televisión que a la postre, se convierten en personajes de "reality"; en protagonistas -actores principales o secundarios- del teatro de la política. Por eso, sus cuentas y bienes, ahora públicas, son como las confidencias de los personajes de "Gran Hermano".

De chafardeo, ha tildado Durán i Lleida el morbo suscitado por la publicación del patrimonio de los diputados. Puede que sea eso o puede que haya algo más. Entre españoles siempre hay alguno que va más allá. "Yo no me lo creo"- decía uno en la televisión, seguro -añadía- que una cosa es lo que cuentan y otra lo que tienen". La vieja sospecha nacida de resentimientos ancestrales o la envidia pecado tan propio de españoles porque, como decía Quevedo, nunca hemos superado la memoria del hambre y la convicción de que aquí, la tajada que se lleva uno deja en ayunas a los demás. Por lo demás, hay quien no concibe que pueda haber gente honrada.

Porque, esa es otra. De éste asunto, del patrimonio de los políticos, tengo para mí que sólo interesa conocer un aspecto previo de la cuestión: si los bienes declarados han sido adquiridos de manera lícita. Lo demás es asunto que sólo atañe a cada uno de los diputados y, en todo caso, a la coherencia de su discurso político. Que Gaspar Llamazares confiese tener unos dineros en un fondo de inversión -día tras día este diputado comunista habla de este tipo de fondos como origen de todas las turbulencias especulativas que amenazan el Estado de bienestar-, es asunto de su exclusiva competencia. Lo de la coherencia ya es otra cosa porque, recordemos al clásico: si no se vive como se piensa, se acaba pensando cómo se vive. Por lo demás, como diría Durán, en este asunto hay mucho morbo y chafardeo.


Periodista Digital - Opinión

Preséntese, por favor. Por Alfonso Ussía

El dibujo es del gran Antonio de Lara «Tono», y se publicó en «La Codorniz» de los años cincuenta. Un médico asiste a un enfermo mientras le dice: «Es una pena que no tenga usted nada en el pecho, porque es de lo único que entiendo un poquito». «Tono» se adelantó con esta viñeta sesenta años a la tragedia que nos puede sobrevenir a los españoles si Gaspar Llamazares renuncia a presentarse a las elecciones generales y decide dedicarse a la medicina. Desde aquí, y con el mayor respeto, le ruego que permanezca en la política, que lo hace muy bien. Tan bien que ha estado a punto de convertir en un partido marginal al PCE e Izquierda Unida, contribuyendo así a la salud del sistema democrático.

Don Gaspar se licenció en Medicina en España y se hizo con una especie muy rara de semidoctorado en La Habana. Ha reconocido que de volver a vestir la bata blanca precisaría de un reciclaje. Ignoro su especialidad, y prefiero mantenerme en la inopia para no ponerme nervioso. Con Llamazares en un hospital público hay que adoptar toda suerte de precauciones. Para mí, que podría abrir una consulta compartida con el doctor Montes.

Por mucho que se recicle, me temo que no va a conseguir ponerse al día. La práctica de la medicina exige el estudio diario, por aquello de que los avances de la ciencia no se detienen, afortunadamente. Llamazares debe de andar todavía en los tiempos del «Optalidón», que ahora me entero de que lo han prohibido, con lo bien que me sentaba. Y claro, lo del doctorado o máster de La Habana no procura una excesiva confianza científica. No obstante, si mantiene su idea de retornar a los espacios hipocráticos, me ofrezco a intentar que lo admitan en la academia de reciclaje del doctor Gorroño, que algún favor me debe.


Pero lo mejor para él, para la medicina y para España es que opte de nuevo a un escaño parlamentario en el noviembre que nos aguarda. Con su ausencia, perderíamos motivos para la alegría literaria. Esa seriedad, ese gesto de permanente mensaje trascendente a punto de ser emitido, esa modernidad ideológica, ese saber adaptarse sin dificultad alguna al tercer decenio del pasado siglo, es ya parte del patrimonio inmaterial de los españoles.

Y no parte menguada, sino parte importante. A pesar de la quiebra económica, la medicina pública española ocupa un lugar de privilegio entre las restantes europeas. El nivel de nuestros profesionales es envidiable y para alcanzar ese nivel hay que estudiar, practicar y trabajar mucho y bien. No dudo que el camarada es muy capaz de alcanzar la excelencia científica si se lo propone. Me limito a recomendarle que no se enfrente a semejante esfuerzo, entre otras razones, porque ya no tiene edad. Él me recomendaría lo mismo si se enterara de que yo me propongo ingresar en la Academia General Militar de Zaragoza a mis años con la esperanza de llegar a teniente general.

Estoy seguro de que emprendería toda clase de acciones para hacerme ver que el generalato y mi persona carecen de toda posibilidad de encuentro. Y le agradecería de corazón sus consejos, por sabios, sinceros y ponderados. Sin ánimo de herir su sensibilidad, creo que su lugar en nuestra sociedad está en el Congreso de los Diputados, no en una consulta médica y menos aún, en un hospital. De presentarse por Asturias, puede obtener el apetecible escaño y tirarse otros cuatro años reivindicando sandeces. Se lo agradeceríamos profundamente.

Todo, menos verlo con la bata blanca. Preséntese, por favor, anda, no sea malo.


La Razón - Opinión

Economía paso a paso. ¿Nos roban el trabajo los chinos? Por Juan Ramón Rallo

No serán los chinos quienes nos empobrezcan, sino en todo caso el intervencionismo de unos gobiernos occidentales que nos lleve a dilapidar el capital y, por tanto, nos impida crear nuevos modelos de negocio.

En un sistema económico caracterizado por la división del trabajo y el intercambio, es normal que muchas personas vean amenazada su posición cuando otros agentes salen de la pobreza y comienzan a producir bienes y servicios que compiten directamente con los suyos. Cuando la población de una pequeña aldea crece, el tendero de toda la vida probablemente deba enfrentarse a nuevos competidores, de modo que su posición de monopolio (y las rentas extraordinarias que de ahí derivaba) desaparece. Eso no significa, sin embargo, que el incremento de la población empobrezca a la aldea: al contrario, el antiguo tendero monopolista pasará a dedicarse a otras labores y la variedad de bienes y servicios disponibles para el intercambio (la riqueza) se incrementará.

Lo mismo sucede cuando el tamaño de esa aldea global que es la economía mundial se expande. Por supuesto, habrá sectores locales que salgan perjudicados por la mayor cantidad de productores y competidores extranjeros –incluso podría haber algún país pequeño, concentrado en unos pocos sectores productivos, que sufriera una crisis nacional–, pero eso no significa, ni mucho menos, que el crecimiento de esa aldea global sea perjudicial, sólo que a corto plazo requerirá reestructuraciones.

A China se le pueden reprochar muchas cosas, como su continuada violación de los derechos humanos, su enorme corrupción, sus poco honrosas alianzas externas o su estructura política dictatorial en manos de la nomenclatura nacionalista y comunista, pero no que haya muchos chinos. Sin embargo, ése si es el temor de muchos occidentales que ven cómo la avalancha de manufacturas chinas nos está engullendo: al final, se nos dice, en Occidente nos quedaremos sin nada que producir porque los chinos son más competitivos en todo (debido a sus bajos salarios) y no hay en el mundo demanda suficiente como para absorber toda esa avalancha de producción.


La idea parece intuitivamente cierta, pero incurre en dos errores archirrefutados por la ciencia económica: la falacia de la sobreproducción generalizada y la falacia de la ventaja absoluta.

La falacia de la sobreproducción generalizada sostiene que la producción puede crecer más allá del poder adquisitivo existente, de modo que no habrá mercado para colocar todas las mercancías fabricadas y acaecerá una crisis. De hecho, no han sido pocos quienes pretenden explicar la presente crisis meced a la sobreproducción china. Fue Jean Baptiste Say quien en sus Principios de Economía se encargó de enterrar este mito: en última instancia, todo lo que compramos lo pagamos con otros productos que previamente hemos producido y vendido (la llamada "ley de Say"). Por consiguiente, si todos producimos más, nuestro poder adquisitivo crece correlativamente: tenemos más mercancías que podemos comprar, pero también más mercancías que podemos vender. Los chinos no sólo producen, sino que también compran (ya sean bienes de consumo o de inversión). En definitiva, una sobreproducción generalizada nunca será posible (una mayor oferta sienta las bases para una mayor demanda); otra cosa son las sobreproducciones sectoriales, que obviamente sí son posibles, como ha sucedido con la vivienda.

La falacia de la ventaja absoluta fue enunciada por Adam Smith al sostener que los intercambios entre individuos y naciones se guiaban por quien fuera mejor a la hora de producir un bien. Si Inglaterra es mejor que Portugal produciendo tela y Portugal mejor que Inglaterra produciendo vino, entonces ambos países trocarán sus mercancías. Pero, ¿qué pasaría si Inglaterra fuera mejor que Portugal fabricándolo todo? A esta pregunta respondió otro economista, David Ricardo, cuando explicó que los intercambios en realidad no se mueven por ventajas absolutas, sino relativas: cada persona se especializa en aquello en lo que es relativamente mejor que el resto. Por ejemplo, si Inglaterra genera mucho más valor que Portugal produciendo tela pero sólo un poquito más produciendo vino, será conveniente que Inglaterra se especialice en la tela y le deje a Portugal producir vino. Otro ejemplo quizá más comprensible: un empresario puede saber más contabilidad que nadie, pero normalmente subcontratará su gestión a una tercera persona para que él pueda centrarse en aquello en lo que es mucho mejor que todos, crear valor para los consumidores.

Por tanto, si no puede haber una sobreproducción general y todos podemos ocupar nuestro lugar dentro de una división internacional del trabajo, parece claro que no son los chinos quienes nos condenan al desempleo estructural, sino más bien nuestras rígidas regulaciones laborales.

Existe, con todo, una variante un tanto más verosímil del argumento anterior que no incurre en las mentadas falacias: aun cuando no nos quedemos sin empleos, el capital occidental tenderá a trasladarse a China por sus menores costes laborales, de modo que nuestros salarios se igualarán a la baja con los suyos.

Lo primero a tener en cuenta es que el capital no se dirige allí donde los costes laborales sean más bajos, sino allí donde los costes totales de producción sean menores en relación con la productividad de los factores productivos; esto es, allí donde cueste menos fabricar valor. El coste laboral es un coste de producción más, pero existen otros como el de transporte, el energético, el de financiación, los regulatorios, las deseconomías de escala o el riesgo institucional. Y, asimismo, existen otros factores que elevan la productividad (el valor) que se genera por unidad de coste: la dotación de capital (incluyendo el humano) o las complementariedades derivadas del efecto red.

Es cierto que los costes laborales son mucho más bajos en China, pero Occidente sigue teniendo ventajas en términos de infraestructuras, estabilidad institucional, seguridad jurídica, formación del capital humano o complementariedades vía efectos red. Es decir, en Occidente se puede formar una riqueza de mayor calidad con costes no laborales en ocasiones más baratos que en China. Por supuesto, esas ventajas son transitorias –conforme China acumule más capital y, sobre todo, si llega a establecer pacíficamente un Estado de Derecho riguroso, sus otros costes se reducirían– pero también lo serán los bajos salarios chinos, debido a que su mayor capital incrementará la productividad de los trabajadores (volverá el factor trabajo relativamente más escaso –y caro– con respecto a los bienes de capital complementarios).

Lo segundo a considerar es que los consumidores occidentales salimos beneficiados si podemos comprar más baratos algunos bienes que nosotros fabricamos de manera más cara. La economía se basa en economizar el uso de recursos para satisfacer la mayor cantidad de fines posibles: si los chinos son capaces de fabricar alguna mercancía más barata que nuestros productores locales, los consumidores occidentales podremos adquirirla a precios más asequibles y nuestros productores locales podrán reorientar sus recursos para manufacturar otros bienes que nosotros podremos comprar gracias al ahorro derivado de las más asequibles mercancías chinas. Ninguna sociedad sale beneficiada por producir a los costes más elevados posibles, pues en tal caso nos convendría abandonar la división del trabajo y que cada ser humano se volviera autosuficiente.

Pero, sobre todo, el mayor error en relación con la presunta destrucción de empleos en Occidente como consecuencia de los menores costes laborales chinos es que no todas las industrias chinas compiten con todas las industrias occidentales. Gran parte de las industrias chinas se dedican a cooperar con las industrias occidentales para lograr una mayor producción. Por ejemplo, la industria de juguetes de China compite con la industria de juguetes de Occidente, pero las fábricas dedicadas a producir chips informáticos se complementan con las industrias informáticas de Occidente. Del mismo modo que no todas las empresas dentro de España compiten entre sí (hay numerosas relaciones proveedores-mayoristas-minoristas), tampoco todas las empresas en el mundo hacen lo propio.

Por ejemplo, en 2010 España importaba de China productos valorados en 20.000 millones de euros, esto es, el 2% del PIB; porcentaje similar al de EEUU (365.000 millones o el 2,5% del PIB). De todas esas importaciones, alrededor del 50% eran bienes de capital que las industrias occidentales emplean para mejorar su productividad (el resto son bienes de consumo que sí compiten con los bienes de consumo que fabriquemos internamente). En otras palabras, si ya resulta poco probable que nos abocamos a la desindustrialización por el hecho de que importemos el 2% de nuestro PIB de China (sobre todo cuando, a su vez, les exportamos alrededor del 0,5%), aún lo es menos si tenemos en cuenta que la mitad de esos productos son bienes de capital tirados de precio que nos permiten ser mucho más competitivos que si los produjéramos internamente a precios más altos. Cuanto más abarate China los bienes de capital que nosotros incorporamos a nuestros procesos de producción, más productivos seremos y más altos salarios podremos permitirnos.

¿Qué nos deparará, por tanto, el futuro? Como ya sucediera con la transición de la agricultura a la industria o de la industria a los servicios, conforme se acumule internacionalmente el capital, las ocupaciones que puedan automatizarse y sustituirse por bienes de capital tenderán a desaparecer (como lo hicieron decenas de agricultores con la aparición de la cosechadora o como podrían hacer los robots de limpieza con respecto al servicio doméstico), mientras que las otras tenderán a revalorizarse. Y entre esas otras hallaremos toda una variedad de empleos: desde los más básicos (como pueden ser peluqueros, policías, camareros... que de momento no pueden prestarse por una máquina ni, por supuesto, en China) hasta los más sofisticados (formación superior muy especializada: directivos, ingenieros, diseñadores, consultores, investigadores, profesores...). Así, por ejemplo, las ocupaciones más especializadas se han duplicado en EEUU desde 1983 (hasta representar un tercio de toda la fuerza laboral) y las medias han crecido en torno al 30%. Los trabajos que realmente se han perdido están relacionados con la agricultura, la minería o las cadenas de montaje, esto es, las ocupaciones más automatizables y con menor valor añadido.

En definitiva, no serán los chinos quienes nos empobrezcan, sino en todo caso el intervencionismo de unos gobiernos occidentales que nos lleve a dilapidar el capital (vía ciclos económicos, regulaciones absurdas o inadecuada formación en universidades públicas) y, por tanto, nos impida crear modelos de negocio que generen el suficiente valor para los consumidores occidentales... y chinos.


Libertad Digital – Opinión

Una década contra el terror

El 11 de septiembre de 2001, diecinueve terroristas suicidas acabaron con la vida de casi 3.000 personas en suelo estadounidense, cambiando así el rumbo de la historia. Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, además del frustrado ataque al Capitolio, cumplen hoy diez años y la sensación es de que las democracias occidentales están preparadas para hacer frente y derrotar a la amenaza del terrorismo islamista.

El responsable de aquellos actos, Osama Ben Laden, prometió entonces «desangrar a Estados Unidos hasta su quiebra». Y a pesar del altísimo coste humano y económico del 11-S y de las posteriores operaciones militares, una década después es evidente que el plan trazado por Ben Laden ha fracasado. La decidida actuación de la comunidad internacional, liderada por las administraciónes de Bush y Obama, ha hecho posible la caída del régimen talibán en Afganistán y de la dictadura de Sadam Hussein en Irak.

Con Ben Laden eliminado y con una Al Qaida más fragmentada, Occidente sabe hoy mejor que en 2001 cómo se comporta su enemigo. Ello no ha evitado errores, especialmente relevantes en la planificación de la posguerra en Irak.


Tampoco los avances en las medidas de seguridad y en las agencias de inteligencia han impedido que Al Qaida haya vuelto a sembrar el terror desde aquel 11-S. Los atentados de 2004 en Madrid, tres días antes de unas elecciones, y de 2005 en Londres, un día después de que la capital inglesa fuese designada sede de los Juegos Olímpicos, subrayaron la voluntad del radicalismo islámico no sólo de provocar muerte y destrucción, sino de alterar el modo de vida del mundo libre. Indonesia, India, Egipto, Turquía, Jordania, Argelia y, por supuesto, Irak y Afganistán han sufrido también durante esta década el zarpazo de las células que integran Al Qaida. A pesar de estos reveses, cada vez más señales invitan a ser optimistas en la guerra contra el terror.

También dentro del mundo árabe. Las revueltas populares en Túnez, Egipto, Siria, Libia o Yemen, aunque lejos aún de significar la llegada de modelos democráticos, han demostrado dos cosas: que Al Qaida no goza de la influencia que se arrogó entonces en el mundo musulmán, y que la causa del atraso y la violencia que padecen esos países no es Occidente, sino sus propios regímenes dictatoriales, como los de Al Assad, Gadafi o Ahmadineyad. La indiferencia con la que fue recibida la muerte de Ben Laden, con la excepción de los núcleos más radicalizados de Pakistán y de los palestinos de Hamas, que llegaron a calificar al terrorista de «guerrero santo», constituye una prueba más del descrédito de una organización terrorista que se autoproclamó portavoz del islam pero cuyas víctimas mortales han sido principalmente musulmanas.

El principal reto se centra ahora en Pakistán, única potencia islámica nuclear, y actual refugio de terroristas. España, por su parte, sigue hoy siendo objetivo prioritario de aquellos que promueven la guerra santa. Esta amenaza justifica nuestra presencia en Afganistán, Libia y Líbano, como en su día estuvimos en Irak. De nuestro compromiso con los aliados dependen nuestra libertad y seguridad.


La Razón - Editorial

Diez años después

El colapso financiero de 2008 ha sido más decisivo para EEUU que el atentado del 11-S.

Han transcurrido 10 años desde el desplome de las Torres Gemelas y seguimos viviendo en un mundo perfilado por los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, incluyendo dos guerras no acabadas, en Afganistán e Irak, y por la progresiva adaptación de todos nosotros para convivir con el miedo. Es cierto que han cambiado nombres, rostros y circunstancias, pero la política exterior estadounidense y en gran medida la interior continúan marcadas por las decisiones adoptadas entonces. Y su reflejo impregna hoy una buena parte de las actitudes de los Gobiernos occidentales.

Estados Unidos, que se ha anotado en esta década éxitos cruciales en la lucha contra el terrorismo, parece ahora menos vulnerable de lo que lo fue en aquellas horas que conmovieron al mundo. Osama bin Laden ha muerto y Al Qaeda es más débil y está más fragmentada, aunque es capaz todavía, en sus difusas identidad y obediencia, de ensangrentar los escenarios más dispares en nombre del delirio islamista. Los ataques del 11-S han aumentado la eficiencia de míticas agencias de seguridad (CIA, FBI) que se revelaron caóticas e incompetentes antes y después de los históricos atentados.


Pero la superpotencia ha pagado un precio muy alto, moral y político, por su mayor fortaleza. Y en sus libertades. Con la nefanda doctrina de la guerra preventiva, George W. Bush enterró la contención y la disuasión como pilares de la seguridad, y una sociedad que combatía a sus enemigos con medios proporcionados y bajo el imperio de la ley se ha ido acostumbrando a una perversa lógica en la que todo vale, desde la tortura al asesinato. En el camino, Washington ha contaminado con métodos indefendibles la política de aliados incondicionales o débiles, cuyos Gobiernos han condonado desde los vuelos clandestinos de la CIA hasta las cárceles secretas. Todavía hoy, la América de Obama, teóricamente en las antípodas de la de su antecesor, sigue manteniendo la infamia de Guantánamo y la detención indefinida sin proceso de sus presos. Y sus aviones no tripulados ejercen en lugares como Pakistán o Afganistán una ciega y mortífera represalia que no distingue culpables o inocentes.

Fractura con Europa
La imagen exterior de EE UU se ha cuarteado. La infausta invasión de Irak -el más grave y trágico error hijo del 11-S, un ejercicio de unilateralismo a expensas de la legalidad internacional- fracturó las relaciones con los aliados europeos. Todavía hoy no está claro el perfil definitivo de Bagdad, aunque es de temer que acabe acercándose más a Teherán que a Washington. Y en Afganistán, la segunda guerra lanzada por la Casa Blanca, que el doble juego paquistaní hace imposible ganar, las disensiones aliadas no han hecho sino acentuar ese distanciamiento. Lo ilustra el papel que la exhausta Alianza Atlántica libra en el país centroasiático, una batalla por su misma razón de ser. Europa, desarticulada y desbordada por la magnitud de sus propias dificultades (y fustigada por Washington por su incapacidad para proyectarse militarmente, incluso en países tan cercanos como Libia) es renuente a acompañar las expediciones armadas de la superpotencia.

La década transcurrida ha visto deteriorarse claramente la posición de EE UU en el mundo. Las prioridades estratégicas desencadenadas por el 11-S han tenido un lamentable efecto anestésico en escenarios cruciales del tablero internacional. El conflicto palestino-israelí, uno de sus ejemplos, ha sido abandonado a su suerte por Washington, pese a las solemnes declaraciones en sentido contrario. La primavera árabe, el fenómeno más alentador de nuestros días, ha estallado sin avisar. El ideal democrático regional que predicara Bush se ha encarnado mucho tiempo después, y su propagación por el norte de África y Oriente Próximo no se debe al papel de Washington o las democracias occidentales, sino a la presión incontenible de las históricas frustraciones y vejaciones sufridas por sus protagonistas.

Fin de la inocencia
El mundo de septiembre de 2011 no es el de 2001, aunque suframos la densa sombra de unos acontecimientos que liquidaron definitivamente cualquier posible inocencia. Estados Unidos, cuya hegemonía absoluta no podía durar eternamente, asiste a una evidente pérdida de influencia frente a poderes rivales en un tablero que ha dejado de ser por primera vez modelable a su antojo. China emerge como un titán imparable, económico y militar, que aspira a imponer globalmente sus condiciones más temprano que tarde. O India. Las relaciones entre Pekín y Washington no han logrado superar una invencible desconfianza mutua, acrecentada en la Casa Blanca por el desafío que supone para su dominio de un Pacífico convertido en el océano de las oportunidades. Asia es un potente imán para los intereses económicos y estratégicos de un planeta en el que una difusa y disminuida Europa tiene cada vez mayores dificultades para hacerse oír con autoridad.

A la postre, el acontecimiento más perdurable de la década, y quizá el de mayor repercusión en el día a día de los estadounidenses, podría no ser el 11-S que comienza a entrar en los libros de historia, sino el terremoto económico gestado en su propio suelo en 2008 y cuyas consecuencias distan de haberse extinguido. Las réplicas de ese monumental colapso financiero tienen y tendrán probablemente más impacto en la vida ordinaria de medio mundo que el iluminado terrorismo con vocación planetaria desatado aquel día de septiembre. Las elecciones presidenciales del año próximo en EE UU, es de esperar, se disputarán en terrenos muy diferentes de la guerra global contra el terror. Tras la experiencia de la última década, y a la luz de su astronómico déficit, Estados Unidos responderá con menos recursos a los futuros desafíos de seguridad, entre los que sería suicida descartar el protagonismo del fanatismo islamista. Pero la lección de los muchos errores y disparates cometidos debe ser aprendida por todos, no solo por Washington.


El País – Editorial

Diez años después del 11-S

Hoy, diez años después, todos los implicados en el mayor atentado de la Historia han sido retirados de la circulación tal y como Bush aseguró en su día.

Hoy se cumple una década de la masacre terrorista de las Torres Gemelas de Nueva York. En estos diez años, la lucha contra el terror yihadista llevada a cabo por los Estados Unidos de Norteamérica y sus aliados con criterio y tenacidad ha ofrecido frutos valiosos que no se pueden desdeñar, ni siquiera a pesar de la condescendencia bastante cobarde de Europa hacia los esfuerzos por acabar con la amenaza terrorista islámica que amenaza al mundo occidental.

La muerte de Bin Laden el pasado mes de mayo ha sido tal vez el resultado más palpable de esta lucha contra el terror iniciada al día siguiente de la masacre de Nueva York. El presidente entonces en ejercicio, George W. Bush, prometió que eliminaría a los culpables de ese ataque terrorista que ensangrentó por primera vez el suelo de los Estados Unidos. Su sucesor en la Casa Blanca, como no podía ser de otra forma, hizo suya la promesa en nombre del pueblo norteamericano para llevarla hasta al final y hoy, diez años después, todos los implicados en el mayor atentado de la Historia han sido eliminados tal y como Bush aseguró en su día.

Pero la desaparición de Bin Laden no es el mayor éxito en esta batalla difusa contra el terrorismo islámico. A pesar de los muchos problemas que las fuerzas aliadas han encontrado en Afganistán e Irak, también en esos dos países considerados tradicionalmente como los principales valedores del terrorismo de Al Qaeda hay avances significativos que demuestran que la lucha por la libertad siempre acaba arrojando un saldo positivo.

Los norteamericanos han sido capaces de honrar a sus víctimas del terrorismo castigando a los culpables y acosando sin tregua a sus cómplices para que su muerte no haya sido en vano. Todo un ejemplo que, por desgracia, pocos parecen estar dispuestos a imitar a este lado del Atlántico.


Libertad Digital – Editorial