miércoles, 16 de febrero de 2011

Internet y nuestro cine. Por José María Carrascal

Internet no será el salvador del cine español. Ni su verdugo. Para eso,se basta él solo.

ESTOY completamente de acuerdo con Álex de la Iglesia cuando dice que internet es el presente que no puede ignorarse, pues quien lo ignora acaba siendo él o ella el ignorado. No puedo, en cambio, estar de acuerdo con esa otra frase lapidaria del director de Balada triste de trompeta «internet es la salvación de nuestro cine». Al cine español sólo puede salvarle el cine español. Cuando se ponga a contarnos historias que interesen a todo el mundo, cuando se dedique a hacernos soñar despiertos en una sala a oscuras y se olvide de querer salvarnos o adoctrinarnos, cuando, en fin, sea cine, sólo cine y nada más que cine, no necesitará a nadie que le salve, se habrá salvado él solo, con o sin internet. Y aquí cabe aquello de Oscar Wilde sobre el teatro: «No existe teatro moral o inmoral. Existe sólo teatro bueno o malo». Pues eso, para nuestro cine.

En cuanto a internet, se trata de un instrumento, de una plataforma, más ancha, eso sí, mucho más accesible e infinitamente más rápida de cuantas se han descubierto hasta ahora. Como la imprenta en su día. Pero los contenidos, que es a la postre lo que importa, lo que decide, los ponen los creadores. Internet no va a matar a nadie, excepto a los que nacen ya muertos.


Se trata de una historia diez veces repetida. Recuerdo el tiempo en que se dijo que el cine iba a acabar con la novela. Ortega, en uno de los pocos momentos en que le falló el olfato, llegó a decir "un novelista se encuentra hoy como un leñador en el Sahara. Con todo cortado. «Luego, iba a ser la televisión la que iba a acabar con el todopoderoso cine. Para ser más tarde los ordenadores los que iban a matar a la televisión. Y ahora son los “móviles”, los smartphones, y últimamente las “tabletas” las que están acabando con los ordenadores. Sin embargo, hoy se publican más libros, se ruedan más películas, se venden más “móviles” y más “tabletas” que nunca. La razón es muy sencilla: cada vez hay más gente que tiene acceso a esos bienes de cultura, comunicación y entretenimiento. ¿Se han fijado que hasta los que llegan en patera tienen “móvil”? Quedando todavía centenares, miles del millones de personas sin acceso a ellos, pero que se irán incorporando de forma cada vez más rápida. Internet es el vehículo entre ellas. En él viajaremos en el futuro y se jugarán las principales partidas políticas, económicas y sociales. ¡Que se jugarán! ¡Se están jugando ya, como esa revolución, revuelta o lo que sea que tiene lugar en las calles y plazas del mundo árabe. Hasta que llegue otro vehículo más rápido, más cómodo, más barato de comunicarnos.

Pero internet no será el salvador del cine español. Ni su verdugo. Para eso, se basta él sólo. Con la ayuda del gobierno, desde luego. Nada mata más la imaginación que las subvenciones.


ABC - Opinión

Subvenciones. Guiones a 2.000 euros el folio. Por Pablo Molina

Con la que está cayendo, con más de un millón de compatriotas acudiendo a los comedores sociales, repartir cien millones de pesetas cada año entre quince cooptados a cambio de nada es ya un asunto de pura crueldad.

El cine español constituye un microcosmos ajeno por completo a las circunstancias que concurren en el mundo real, de tal forma que ni la devastación financiera más profunda como la que actualmente padece el país, con cinco millones de dramas familiares incluidos, afecta en lo más mínimo a un sector que sigue viviendo del trinque presupuestario, encantado de parasitar el esfuerzo ajeno a cambio de hacer sus tontadas.

Pero si las subvenciones al cine español, una industria cuya producción no vale en el mercado ni las ayudas que recibe, es algo escandaloso en términos generales, les sugiero que nos detengamos hoy un momento en una línea de subvenciones al cine de lo más sugestivo, tras lo cual vamos a tener una imagen fidedigna del punto exacto de cocción en el que se encuentra la desvergüenza político-cinematográfica de nuestro país. Nos referimos a las subvenciones que el Gobierno de España concede a la elaboración de guiones de largometraje, gracias a las cuales comprobaremos a quiénes y con qué requisitos entrega Zapatero el dinero extraído previamente de nuestros ya paupérrimos bolsillos.


Lo primero que llama la atención de las ayudas a la elaboración de guiones para películas de largometraje es que no resulta necesario acreditar que los textos premiados van a llegar a la pantalla grande, que es algo así como conceder una subvención a una fábrica de coches que no fabrica coches, con lo que la ayuda consiste en un empujoncito estatal para que el personal tenga una alegría presupuestaria y pueda seguir viviendo de la fabricación fantasmagórica de vehículos sin necesidad de tener que dedicarse a otra actividad productiva. En realidad ni siquiera es necesario escribir un guión para trincar la pasta, ya que, a efectos de la concesión de estas ayudas, basta con presentar una sinopsis y un tratamiento secuenciado para que el ministerio te conceda, si tienes suerte o un apellido famoso, cuarenta mil euros con cargo al bolsillo de los demás, que no otro es el importe de las quince ayudas previstas en cada convocatoria. Dividan el pastón recibido per cápita entre los 20 folios exigidos y verán que esto de hacer guiones es más rentable que realizar estudios para la Generalidad catalana sobre la almeja brillante, que hasta el momento estaba considerada como la actividad analítica más productiva de todas las que se llevan a cabo en este país.

La segunda sorpresa es el nombre de algunos de los agraciados con estos "premios" que el Ministerio de Cultura concede anualmente. En la última convocatoria resuelta, correspondiente al ejercicio 2010, podemos encontrar por ejemplo nombres tan conocidos como el de Gracia Querejeta, Emilio Martín Lázaro, Antonio Mercero (hijo) o los jóvenes y muy prometedores Jaime Chávarri y Gonzalo Suárez, especialmente este último, que a sus setenta y seis años todavía se presenta a estas convocatorias para llevarse cuarenta mil perifollos y la satisfacción de ver su nombre entre los elegidos.

Los cuarenta mil euros que los quince cineastas señalados por el dedo ministerial se embolsan anualmente con la simple presentación de veinte folios escritos por una sola cara es el doble de lo que gana al año una familia media que tiene la suerte de tener al menos uno de sus miembros en activo. Y es que esto del cine español ya ha dejado de ser un despelote presupuestario para trincones insolentes. Con la que está cayendo, con más de un millón de compatriotas acudiendo a los comedores sociales, repartir cien millones de pesetas cada año entre quince cooptados a cambio de nada es ya un asunto de pura crueldad. Por cierto, un tema excelente para un guión. Lástima que en España no haya "subvenciones" para ponerlo por escrito y presentarlo a concurso.


Libertad Digital - Opinión

DDoS. Por Gabriel Albiac

Hace años que no veo una peli española. Ni la SGAE ni Sinde recibirán un céntimo mío. Voluntariamente, al menos.

GUY Fawkes, la careta que estiliza sus rasgos, agrupa a los sin nombre, los Anonymous de internet. Quiso volar el Parlamento inglés, el 5 de noviembre de 1605. La ironía británica hizo de él —torturado y luego ejecutado— un héroe popular. Y de la fecha de su intento de reducir a cenizas al rey y a las dos cámaras, quedó el regocijo anual de la Plot Night, en la cual, más que de historia, la cosa va de juerga, cerveza y fuegos artificiales. Para los de mi edad, está ligada a la lectura más perenne de nuestra infancia: los relatos que R. Crompton tejió en torno a su William Brown, Guillermo para los amigos. Los más jóvenes lo asocian a una bonita película de los hermanos Wachowski sobre un cómic de Moore y Lloyd que rebosa anarquía y mala uva.

Anonymous es la red: nadie. Y, en ese nadie, cada uno. Es lo que hace de internet un acontecimiento único: la inteligencia de los individuos, sin mediación institucional, puede en la red potenciarse hasta hablar de tú a tú a la máquina del Estado. Y, llegado el momento, darle jaque en puntos críticos. De un modo cuya maravilla aún no llegamos a entender hasta qué punto ha cambiado nuestras vidas, la vida, la red ha trocado en hiperrealismo la utopía de Étienne de La Boétie hace cuatro siglos: no hace falta combatir a los tiranos; basta con ignorar su imperio para que éste sea ceniza. Y no, claro que Anonymous no es una organización anarquista más a menos secreta. Anonymous no es. Nada. Nada puede, por tanto, combatirlo. Ni hace tan poco nada, Anonymous. Sólo «deniega». Servicios. En eso consisten sus míticos «ataques» DDoS (distributed denial of service). Puede que a estos «denegadores» el Discurso de la servidumbre voluntariales caiga tan cerca como la escritura cuneiforme. Da lo mismo. La Boétie, cuatrocientos años después, resuena en quienes tienen la misma edad —entre los 16 y los 18, según su amigo Montaigne— que él tenía cuando formuló su hipótesis maldita: no hay tiranía que se sostenga sobre otra cosa que no sea la complacencia de los tiranizados.


Hace unos días, al pasar por la plaza de Oriente, me di con un monstruoso adefesio: una especie de invernadero enorme en aluminio y plástico cuya inmediata voladura deseé al instante. No tenía ni pajolera idea de a cuento de qué venía atentar así contra la plástica urbana madrileña. Ayer, al ver en el periódico a los burlones Guy Fawkes pitorrearse de la banda de horteras congregados en torno a Sinde, Pajín y el club de los subvencionados, me enteré —demasiado tarde— de que aquel horror era la versión castiza de la noche de los Óscar. Y he añorado el final de la peli de los Wachowsky. Cuando cientos de miles de idénticos enmascarados, millones de Anonymous, que siendo nada lo son todo, avanzan en un Londres de pronto iluminado por el celestial fuego de artificio del Parlamento sobre el cual, por una vez, Guy Fawkes estalla en atronadora carcajada.

Mis respetos, Anonymous. Hace años que no veo una peli española: me parece una estafa pagarla dos veces, una con mis impuestos y la otra en la taquilla. Ni la SGAE ni Sinde recibirán un céntimo mío. Voluntariamente, al menos. Es mi manera antediluviana de denegar servicios. Pero admiro la vuestra. Y os envidio.


ABC - Opinión

El urogallo. Por Alfonso Ussía

El faisán crece y está a un paso de convertirse en urogallo. Alfredo Pérez Rubalcaba, como buen montañés, sabe de qué se trata. Quedan muy pocos en la cordillera cantábrica. Algún cantadero en Cabuérniga, en Liébana y en los bosques de hayas astures. Un ave formidable que décadas atrás abundaba. Garzón quiso convertir al faisán en codorniz, pero el faisán creció y ahora se agiganta. Codorniz, faisán y urogallo. Todo queda entre las gallináceas. Han principiado los cacareos.

Sería terrible que la Policía Nacional hubiera recibido órdenes políticas de avisar a los terroristas con anterioridad a una acción policial. El Gobierno andaba de charlita con los criminales de la ETA. Eso, la negociación. Eso, la bomba en la Terminal 4 de Barajas. ¿Quién dio la orden? ¿El ministro, el secretario de Estado, algún alto mando de la Policía? ¿Quién se va a comer la putrefacción ajena? De ser el ministro, ¿lo hizo sin el consentimiento del Presidente del Gobierno? ¿Qué ha hecho cambiar la actitud de la Fiscalía, antaño tan reticente y hogaño tan escandalizada? El faisán ha crecido y roto en urogallo y esto no ha hecho más que empezar. Con cinco años de retraso, con Garzón suspendido, con el Fiscal obligado a intervenir, con los altos mandos de Interior en el ojo del huracán, con nuevas pruebas y evidencias, con la Guardia Civil investigando el chivatazo y con un vicepresidente y ministro que reconoce en sus círculos íntimos que el faisán se va a convertir en su talón de Aquiles.


¿Qué puede suceder si se demuestra –que se va a demostrar– que en el Ministerio del Interior ha existido colaboración con una banda armada? ¿Todo vale para no enfadar a la ETA y a Eguiguren, el defensor de los estatutos de «Sortu»? ¿Tendrá el juez Ruz el suficiente coraje para superar las agobiantes y agobiadas presiones políticas? La Justicia en España es lenta, pero segura. Y en un caso escandaloso como lo es el del «Bar Faisán» de Irún, lo lógico es que empiecen a quebrarse los silencios ordenados, las disciplinas impuestas y las lealtades momentáneas. Cuando alguien cante, como hace el urogallo cuando se enamora o el faisán al sentirse amenazado, se desmoronará todo el edificio de la ignominia, con tejado y veleta incluidos. Porque el caso «Faisán» se les ha ido de las manos desde que Garzón no puede meter las suyas en sus entrañas. Todavía – al menos hasta hoy, cuando escribo–, la libertad impera y la sociedad opina. No se trata de un escándalo más, de una corrupción más, de un abuso de poder más. Se trata, de confirmarse –que se confirmará–, de una altísima traición al Estado de Derecho perpetrada por quienes tienen la obligación y el mandato popular de cumplir y hacer cumplir las leyes. Y colaborar con una banda armada, en este caso la terrorista de la ETA, es delito de una gravedad inconcebible. No acuso a personas en concreto. No soy nadie para hacerlo. Pero sí puedo exponer mis sospechas como consecuencia de la información acumulada. Y huele muy mal. A sentina, a cloaca, a descomposición insoportable.

Sabremos quiénes han sido los hacedores del delito y, por supuesto, los responsables políticos. El faisán se está desplumando y el urogallo no está para cantar amores y simular alegrías. Entiendo ahora muchas actitudes y nerviosismos. No es una broma. Que una orden política haya servido para beneficiar a los terroristas es algo que se escapa a la imaginación del ciudadano más pesimista. Qué asco.


La Razón - Opinión

PP. Camps y el Papa Luna. Por José García Domínguez

En la política, que es ocupación de profesionales en la que nadie conoce a nadie, insiste Camps en conducirse como un amateur, al modo de esos adolescentes ociosos que no se cansan de teclear diatribas pueriles amparados en el anonimato de internet.

En el ingrato circuito de la política provincial, esa liga de segunda B donde estaba llamado a militar Francisco Camps, acaso no haga falta poseer un gran sentido del Estado, pero sí conviene tener un mínimo, elemental, sentido del ridículo. El suficiente, al menos, como para no incurrir en verbosidades que llamen a la piedad ajena. Así, sin ir más lejos, el último extravío solipsista del mentado Camps. "Soy el candidato más respaldado de todas las democracias occidentales", parece que ha dado en declamar el hombre, quizá ante un espejo cóncavo como los que adornaban el callejón del Gato. Aunque llueve sobre mojado. Pues no es la primera vez que ese don Francisco de la triste estampa abunda en desvaríos de muy parejo diagnóstico clínico.

Recuérdese cuando a propósito de sus pedestres cuitas con trapos, sisas y dobladillos, procedió a equipararse con las víctimas del Tercer Reich. Chusca desmesura que alcanzaría el culmen al emular con cómica seriedad al reverendo Martín Niemöller. "Primero fueron a por los judíos, pero yo no era judío...", recitó solemne. Episodios todos, en fin, que vendrían a corroborar lo que alguna otra vez se ha dicho aquí de Camps. A saber, que no lo recordará la posteridad por haber sido el político más disoluto de la Historia de España pero tampoco, y ahí el problema, por significarse como el más inteligente.

En la política, que es ocupación de profesionales en la que nadie conoce a nadie, insiste Camps en conducirse como un amateur, al modo de esos adolescentes ociosos que no se cansan de teclear diatribas pueriles amparados en el anonimato de internet. Al respecto, autoproclamándose candidato acaba de dar un paso más, tal vez el definitivo, para hacerse con la tiara del Papa Luna, que ya le está esperando en Peñíscola, previsible sede de su despacho oficial a partir de mayo. Y es que la horterada de los trajes, pecado venial al cabo, no va a exonerarlo de esa impericia tan suya a la hora de seleccionar a los amiguitos del alma. Las malas compañías que ahora comprometen muy altos destinos. "Yo me pago mis trajes", concedió en cierta ocasión. Más pronto que tarde, igual deberá proceder con la onerosa factura de sus muchas torpezas. Sea.




Libertad Digital - Opinión

Tarifazo. Por Ignacio Camacho

La electricidad es cara porque en un sector tan estratégico tenemos una estructura de dependencia.

ESPAÑA es el país con mayor dependencia energética de Europa —casi 80 por 100 de importación— y el que más ha subido el recibo de la luz en los últimos cinco años. Resulta imposible no establecer entre un dato y otro una relación siquiera parcial de causa-efecto. Nuestra electricidad es cara, entre otras cosas y sobre todo, porque la tenemos que comprar fuera, en especial a países que tienen menos remilgos con la producción nuclear. El déficit energético, crudos incluidos, representa alrededor del 40 por ciento del déficit comercial total; en un sector tan esencial para el desarrollo tenemos una estructura de abastecimiento subalterna, impropia de un país con aspiraciones de modernidad y dinamismo.

La tarifa eléctrica ha disparado el IPC, ha acorralado las economías domésticas y se ha convertido en un lastre industrial en un momento crítico. El consumidor paga, junto a la energía, una serie de conceptos casi ininteligibles entre los que aparte de un montón de impuestos específicos se encuentran numerosos recargos de moratorias, deudas y subvenciones que los distintos gobiernos han ido concediendo por cuenta ajena. Dicho de otra manera, estamos pagando una política improvisada y caótica, pasada, presente y, lo que es peor, futura. El poder trapichea con nuestras facturas y las utiliza para tapar los agujeros de sus chapuzas. Hace años que en España no se toman decisiones estratégicas a largo plazo porque es más fácil cargar sobre la gente el coste de los prejuicios políticos. En épocas de prosperidad se nota menos el abuso pero en tiempos de estrechez constituye un angustioso sobrepeso en las espaldas de los ciudadanos.


Forzado por las evidencias el Gobierno ha empezado a reconsiderar su caprichoso infantilismo antinuclear con una tímida revisión de la vida útil de las centrales activas y una genérica ponderación del sector atómico en el llamado mix energético. Podría valer como principio simbólico de un cierto baño de realismo, pero en términos de eficacia apenas supone más que la conformidad con un statu quoclaramente exiguo. Quedarnos como estamos es quedarnos muy cortos; tarde o temprano habrá que plantearse el incremento de la porción nuclear en la cesta de generación eléctrica para abaratar costes y reducir el nivel de dependencia. Los socialistas prefieren que lo proponga el PP para poder posicionarse en contra, agitando fantasmas fáciles de manejar ante la opinión pública. He ahí un asunto primordial en la agenda de recuperación económica de Rajoy cuando llegue al poder, si llega. Y va a hacer falta mucha pedagogía para combatir las tentaciones demagógicas.

Vincular la cuestión nuclear a un recibo de luz desbocado puede parecer a algunos un ejercicio de ventajismo oportunista. Alguna vez, sin embargo, habrá que aprovechar la oportunidad de debatir sobre las bases del futuro.


ABC - Opinión

Giro en la energía nuclear

Por fin se ha impuesto la sensatez. El Gobierno, que estaba enrocado en su posición contra las nucleares por cuestiones ideológicas y electoralistas, ha rectificado y ha apoyado una enmienda de CiU y PNV a su propia Ley de Economía Sostenible para que las centrales nucleares puedan seguir operando más allá de los 40 años si sus titulares así lo solicitan. Se tendrán en cuenta las valoraciones y decisiones del Consejo de Seguridad Nuclear y la evolución de la demanda y protección radiológica. Así, se vuelve a los requisitos que ya estaban vigentes, por los cuales los criterios técnicos priman sobre los políticos. Incluso, este cambio podría afectar al cierre de Garoña, previsto para 2013, pero sobre este particular existe discrepancias. En todo caso, sí que condiciona la supervivencia de los ocho reactores nucleares restantes, puesto que hasta pasado 2020 ninguno de ellos cumple la cuarentena. El Gobierno socialista ha entendido al fin que en este contexto de crisis, al que se añade un incremento del precio del petróleo, minusvalorar las centrales nucleares era también hipotecar nuestro futuro energético. En la actualidad, la energía nuclear aporta un 18 por ciento al mix energético, una cuota nada desdeñable que difícilmente puede ser sustituida por energías renovables, eólica o la solar, por lo que se antoja que la nuclear es imprescindible por muchas reticencias políticas e ideológicas que suscite. Prescindir de ella significaría unos costes que en el actual escenario y en los venideros serían enormemente gravoso, puesto que habría que comprar la energía a países de nuestro entorno cuando generarla, y así se ha demostrado, es más barato. Con esta decisión también se pone coto, por cuanto no va a aumentar, a uno de los grandes problemas de nuestro modelo: la dependencia energética exterior española, que supera con creces a la de los países de la UE y que nos puede colocar en una situación delicada si hay problemas de abastecimiento. Nadie ignora que la terquedad del Ejecutivo socialista ante las centrales nucleares y su empeño por limitarles la vida respondía a una serie de prejuicios que vienen de muy lejos. La oposición a las nucleares ha sido una de las banderas de la izquierda. Así, hasta el pasado lunes, su destino seguía pendiente de criterios políticos, siendo secundarios los criterios técnicos, que son los que deberían prevalecer. Afortunadamente se ha subsanado este error, quizá no a tiempo, pero mejor tarde que nunca. De la misma forma que se ha rectificado y se permitirá que las nucleares operen más de 40 años, también se debería replantear el futuro de Garoña y prolongar su vida útil más allá de 2013. No habría ningún impedimento técnico, al revés, ya que los informes avalaban diez años más de funcionamiento. Y tampoco se debería cuestionar la continuidad de Cofrentes, cuyo permiso de explotación caduca en marzo, en la que ayer se vivió un episodio de violencia protagonizado por miembros de Greenpeace, que hirieron a tres vigilantes para entrar en la central. De lo que no cabe duda es que, con el apoyo a la enmienda de CiU y PNV, el Gobierno pone fin a los bandazos y la indefinición sobre la conveniencia o no de la existencia de nucleares en nuestro país.

La Razón - Editorial

El «Caso Faisán», «Caso Rubalcaba»

El Gobierno está a merced de acontecimientos que ya no controla en una investigación judicial dirigida por un juez independiente.

NO cabe duda de que la suspensión del juez Baltasar Garzón trastocó las expectativas del Gobierno en relación con el «caso Faisán», que, lejos de quedar archivado y olvidado, se ha convertido en una losa para el vicepresidente primero del Gobierno y ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba. No es cuestión de prejuzgar, porque no hay pruebas concluyentes al respecto, que Pérez Rubalcaba estuviera al tanto de que se iba a producir el chivatazo a la red de extorsión etarra que operaba en el bar «Faisán». Tampoco hacen falta esas pruebas para constatar que se está cerrando el círculo de responsabilidades penales y políticas por lo que fue un acto de traición al Estado y a las víctimas del terrorismo. El instructor del caso, Pablo Ruz, ha recibido nuevas informaciones, incluidas grabaciones desconocidas, que permitirían identificar a quien entregó a Joseba Elosúa, recaudador de la red de extorsión, un móvil desde el que fue avisado de la operación que iba a desencadenarse de forma inmediata. Tales informaciones apuntan a que un funcionario policial, José María Ballesteros, entró en el bar «Faisán» en los minutos en que Elosúa fue alertado.

Es evidente que el Gobierno se encuentra a merced de acontecimientos que ya no controla en una investigación judicial dirigida por un juez independiente, y con participación de acusaciones populares que podrán acusar y pedir y obtener la apertura de juicio oral al margen de lo que haga el Ministerio Fiscal. El hilo de las pruebas tira hacia arriba, y el Gobierno tendrá que hacer frente a la versión más creíble de que el chivatazo fue una decisión política para favorecer la negociación del Ejecutivo con ETA. Quién fue el más alto cargo que tomó esa decisión es algo que podrá o no saberse en el proceso penal, pero las responsabilidades políticas ya están definidas por el organigrama de Interior. Si se repara brevemente en que este escándalo de colaboración policial con ETA no ha supuesto una sola dimisión de responsables de Interior, resulta sencillamente increíble. Asumir responsabilidades sin esperar a los jueces no solo dignifica a los políticos, sino que amortigua la gravedad de los hechos y mantiene la confianza de los ciudadanos. El Gobierno tiene dos opciones: dar el paso al frente, revelar lo que sabe y anunciar dimisiones o esperar a desayunarse todos los días una información que aumente el foco de las sospechas sobre el Ministerio del Interior.

ABC - Editorial