domingo, 24 de diciembre de 2006

El toro

C # : somos enemigos acérrimos de la corrección política, el nuevo barniz del conservadurismo verde, rojo, gris o carmesí. Por consiguiente, e independientemente de lo que nos pueda parecer, individual, ética o estéticamente, la "fiesta nacional"... : ¡Vivan los toros! (ergo: ¡Vivan las corridas!)

Aquel toro de Osborne que decoraba el desmonte hubiera sido considerado hoy una provocación, casi una contaminación visual de perniciosas consecuencias, (los pocos que quedaron tuvieron que pasar por el reciclaje intelectual de ser convertidos en obra de arte). El peor avispero que podía pisar el Gobierno es el debate sobre prohibir la muerte del toro en plaza, tan sólo plantearlo como hipótesis ha provocado urticaria. La ministra Narbona, hija de crítico taurino, sabe que sólo anunciar la propuesta perjudica a los partidarios de la tauromaquia.

Los toros tienen un componente emocional que no resiste los rayos X de la lógica, en el extranjero nunca lo podrán entender salvo como locura colectiva de un pueblo que brama en tardes de sol y moscas, pero aquí son una forma de entender la vida. Cuanta más luz se vierta sobre el mito, peor para él, la liturgia no resiste explicaciones. Dice Manuel Vicent que la diferencia entre un taurino y un detractor de la Fiesta radica en que los taurinos no ven la sangre del animal, la toman como efecto colateral asumible. Esa es una posición de partida irreconciliable, imposible de rebatir con argumentos lógicos y con la lectura apasionada de biografías tan interesantes como la de Chaves Nogales: Juan Belmonte, matador de toros. Siempre habrá una parte de españoles que entiendan que hay arte donde otros ven carne picada y pezuñas enrojecidas, incluso negarán la categoría de intelectuales a quienes hayan defendido la Fiesta en algún momento de su vida.

Algunos desorientados tratan de dividir el debate en las dos Españas, ignorando que la República mantuvo las corridas de toros que luego el franquismo también recogió, no tanto para potenciar una fiesta de la derecha cavernícola, sino porque es una tradición arraigada contra la que no pudieron luchar. No hace falta haberse leído el Cossío para entender que los toros en los pueblos son el símbolo de que llega la fiesta. Incluso en el comportamiento de la andanada, siempre tan anárquica y ruidosa, podríamos encontrar el germen de la democracia participativa.

En tiempos de una España más católica y ultramontana se permitió que el torero fuera adorado como santo laico. No, no es un debate entre derecha e izquierda, acaso entre campo y ciudad; los toros se entendían mejor cuando éramos gente de pana, no tanto ahora que tenemos pantalla de plasma y conexión on line. Hoy los chiquillos que quieren hacer carrera rápida sueñan con ser El Pocero antes que torear de maletilla a la luz de un candil. Los toros, tal y como se entendían en la Iberia de los celtas y luego en los grabados de Goya, en los dibujos de Picasso y en los picadores gorditos de Botero, han perdido su valor romántico. La ministra puede pasar a la historia de la tauromaquia por haber sido la puntillera mayor del reino; de haber vivido en Altamira habría prohibido que se pintaran toros bravos en la pared.

Rafael Martínez-Simancas
El Mundo, 23-12-2006

Un cuento de Navidad

"Empecemos por decir que Marley había muerto». El juez Del Olmo dejó el colirio, la campanilla y los dos tampones con el sello del Juzgado de Instrucción Central Número Seis sobre la mesita de noche y trató de concentrarse en la lectura, arropado por los espesos cortinajes de su cama con dosel. «El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta...» Comprendía que lo de no separarse de los tampones en ningún momento del día o de la noche no hacía sino incrementar su fama de bicho raro y de maniático. Pero lo que pensaran los demás de él no le importaba nada. Desde que se había hecho cargo hacía ya 33 meses del asunto más importante de la historia judicial española, había tomado la determinación de que nadie, absolutamente nadie, vulneraría el secreto de su sumario. «Scrooge no borró el nombre del viejo Marley, sino que la inscripción permaneció durante muchos años sobre la puerta del almacén: 'Scrooge y Marley'...».

Su procedimiento de control era, en realidad, bastante sencillo. Había encargado a la Gerencia de Organos Centrales del Ministerio de Justicia un primer tampón, haciendo constar que debía de tener «aproximadamente dos centímetros de diámetro». Con él se sellaban todos y cada uno de los documentos de la causa. El otro tampón de tamaño y forma distinta le servía para marcar la fecha y hora en que tenía entrada cualquier escrito. Así como desde primero de carrera había aprendido aquella máxima de que «lo que no está en los autos no está en el mundo», él estaba convencido de que, si los sellaba y requetesellaba bien, ninguno de esos papeles llegaría nunca impunemente a las manos de EL MUNDO.

«Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como un pedernal del que ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa. Era secreto y retraído como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios...».

El juez Del Olmo se frotó la punta de su apéndice nasal y comenzó a sentir que el cansancio de su vista tiraba hacia abajo de los párpados. Aunque el sueño había comenzado a apoderarse de él, la dura descripción del socio del difunto Marley le interesaba e inquietaba. Tal vez ese tal Scrooge no fuera sino un tímido incomprendido, celoso de su privacidad, tal y como él mismo se sentía. Y es que cuando tienes una responsabilidad, hasta la mismísima Navidad puede resultar una amenaza. ¿Cómo no iba a entender la reacción huraña de Scrooge cuando sus dependientes le felicitaban las Pascuas si esa misma mañana le había pasado a él algo parecido con la prensa?

-Muchas felicidades, Su Señoría. ¿Ha resuelto ya sobre los recursos de los policías? ¿Piensa rebajarles la fianza?... Dénos una noticia, Su Señoría, que estamos en Navidad.

Su primera intención había sido alejarse de los reporteros como si ni siquiera los hubiera visto, pero de repente se le ocurrió algo mejor. No les daría una noticia, pero sí que les daría un pin. Se metió la mano en el bolsillo y, sin mediar palabra, como quien entrega una limosna, repartió unas cuantas insignias con la bandera constitucional. Velasco, el fiel secretario del juzgado, se las tenía reservadas como atención para los visitantes ilustres, colegas extranjeros o amistades personales. En la práctica en todo el año no había tenido ocasión de atender a nadie que encajara en ninguna de estas tres categorías. Así que... echémosles un poco de alpiste a los canarios.

Los reporteros habituales de la Audiencia no pudieron ocultar su pasmo. Se miraban la palma de la mano y no terminaban de creerlo. ¡El juez Del Olmo repartiendo pins! Uno de ellos se atrevió a traslucir su sorna:

-¿Le ha tocado la lotería, Su Señoría?

Pero los demás volvieron a la carga de inmediato.

--¿Podrán pasar los policías la Nochebuena en familia? ¿Tiene ya redactado un nuevo auto? ¿Por qué no los puso en libertad antes de inhibirse?

Del Olmo ni siquiera les había escuchado. Una vez repartidas las insignias se alejó arrastrando su leve cojera y farfullando para sí: «¡Noticias por Navidad!». El último truco para cogerle con la guardia baja. Se empezaba por ahí y se terminaba retransmitiendo en directo la instrucción sumarial. Pero a él no le iban a engañar. Los jueces no están para dar noticias sino para dictar autos. Y esa regla no admitía excepciones ningún día del año. No, señor. Él defendía sus secretos como el señor Scrooge defendía sus dineros. ¡Y ay del que osara desafiarle!

Del Olmo continuó leyendo un largo rato, mientras iba entrando en un estado de creciente sopor. Finalmente se quedó dormido con el libro abierto y sin tan siquiera apagar la luz. A pesar del glaucoma y otros recurrentes problemas con la vista, la iluminación de su dormitorio se reducía a una lamparita con una bombilla de pocos vatios cuyo resplandor se colaba a través del entorno protector de sus queridos cortinajes. Quienes le ponían fama de tacaño -«con tal de no rascarse el bolsillo, ése no se toma ni un café en el bar de la esquina»- pensarían que lo hacía por ahorrar. La realidad es que a él, como acababa de leer que también le ocurría al señor Scrooge, le gustaba ese estado de semipenumbra, esa ardiente oscuridad, esa luz mortecina. Bueno, en realidad, le gustaba que todo fuera mortecino a su alrededor. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie le había visto soltar una carcajada?

Pasaron varias horas y de repente el juez tuvo la sensación de que la campanilla comenzaba a oscilar. Primero levemente, luego de forma mucho más perceptible. Para él la campanilla era un símbolo de autoridad. La llevaba consigo desde la etapa en la que había estado destinado en Cieza y tenía que celebrar todo tipo de juicios. Cuando alguien se le desmandaba, en lugar de alzar la voz, hacía sonar la campanilla. Ahora ya no celebraba juicios, pero tenerla siempre a mano, ahí al pie de las cortinas, le daba seguridad en si mismo.

¿Cómo era posible que la campanilla tintineara por sí sola? Del Olmo se fijó entonces en el pomo de uno de los tampones y observó con estupor cómo adquiría la forma de una diminuta figura humana. El estupor dio paso al espanto a medida que la figura iba creciendo junto al borde mismo de su cama. ¡Tate, es el Espectro, el fantasma del socio de Scrooge que acude a contarle que está condenado a vagar eternamente con una larga cadena y que a él le pasará lo mismo por avaro y por tacaño!

Pero cuando Del Olmo ya empezaba a tranquilizarse, pensando que no estaba sino soñando lo mismo que acababa de leer, se dio cuenta de que el Espectro tenía las facciones de Paul Newman, iba vestido de vaquero y se dirigía a él por su propio nombre.

-Hola, Juan. Soy Roy Bean. Tal vez ya no te acuerdes de mi nombre... Solían conocerme como el Juez de la Horca...

¡El Juez de la Horca! Sí, claro, cómo le había impresionado aquella película de John Huston, aquel recorrido por todo lo que un juez no debería nunca poder hacer...

-En realidad no era yo quien mandaba colgar a la mayoría de esos infelices, sino mi vecino Isaac Parker, el juez de Fort Smith. Pero ya sabes, por un perro que maté, me llamaron mataperros. Cría fama y échate a dormir... Y ahora mira lo que tengo que arrastrar...

Incorporándose en la cama, Del Olmo dirigió la vista hacia el suelo y descubrió que a los pies del Espectro se abría un pozo muy profundo iluminado por una misteriosa claridad. De los tobillos del fantasma pendía una larga cadena, formada por los más extraños eslabones, que se sumergía en el abismo insondable del pozo. Roy Bean la fue extrayendo como quien rebobina todas sus miserias. El primer eslabón tenía forma de cadalso con su correspondiente horca. De ella pendía una botella de whisky que a su vez tenía amarrada al gollete una Biblia de la que colgaba un revólver cuyo gatillo estaba enganchado al retrato de una actriz del que brotaba el cadáver de un chino con cuatro billetes de 10 dólares en la mano y una ristra de cuatreros montados a caballo.

¡Cielo santo! ¿Cómo podría el Juez de la Horca vagar con todo esto? Del Olmo le miraba sobrecogido.

-Pues la mía, Juan, no es nada comparada con la tuya...

Ante la estupefacción de Del Olmo, su colega dejó caer la cadena en el pozo luminoso y metió la mano para sacar lentamente otra cuyos eslabones no pudo por menos que reconocer de inmediato. El primero era una furgoneta blanca completamente vacía. El segundo era esa misma furgoneta atiborrada de objetos. Venía luego una mochila llena de explosivos conectados a un teléfono con los cables del detonador sueltos. De esos cables pendían unos informes con membrete de los tedax y de los informes -el papel lo aguanta todo-, un flamante Skoda Fabia.

Del Olmo lo contemplaba atónito. Se preguntaba con horror cómo se las arreglaría un tipo tan enclenque como él para arrastrar en la otra vida semejante peso, cuando el Juez de la Horca le advirtió:

-Y todavía falta lo más importante.

Entonces, utilizando las dos manos para extraer con todas sus fuerzas lo que aún quedaba en el pozo, Roy Bean le fue mostrando uno tras otro 12 inmensos bloques de metal prensado.

-¿Por qué mandaste achatarrar los trenes, Juan? ¿Por qué te precipitaste tanto?

Bañado en sudor y al borde de las convulsiones, el juez Del Olmo sólo pudo tranquilizarse un poco cuando escuchó al Espectro dirigirle las mismas palabras que, según su libro, había dirigido también al avariento y desalmado señor Scrooge:

-«He venido esta noche a advertiros que aún podéis tener esperanza de escapar a mi influencia fatal: una esperanza que yo os proporcionaré».

Seguidamente le anunció que le visitarían tres Espíritus y que, a diferencia de lo que había leído, ni siquiera tendría que esperar al día siguiente. Todo sucedería esa misma noche.

Entonces se apagó la luz del pozo y el Espectro se fue jibarizando, hasta volver a ocupar el pomo del tampón en el que ponía «Juzgado de Instrucción Número Seis». Del Olmo trató de echarle mano, pero cuando lo agarró sólo era el sello, mondo y lirondo, lo que tenía entre los dedos. Iba ya a recurrir a la campanilla para llamar al servicio, o al oficial del juzgado, o a la Policía, o a quien fuera, pero de repente, muerto de miedo, aferrado a sus cortinas protectoras, creyó haber descubierto la raíz de su problema: ¡el libro no estaba estampillado! Sin el sello del Juzgado, sin el registro de entrada, sin control de ninguna clase, aquella era una influencia que turbaba su independencia jurisdiccional.

Se disponía ya a sofocar tal germen de herejía, esgrimiendo un tampón en cada mano, cuando comprobó que ya era demasiado tarde. Delante de él acababa de materializarse el Primer Espíritu. Era transparente como el éter, pero su forma le tranquilizó enseguida. Se trataba de la representación de la Justicia con su toga romana, su venda sobre los ojos, su espada, su balanza y sus platillos. Además le habló con una voz dulce y susurrante.

-Anda, Juan, sal de la cama y ven conmigo. Soy el Espíritu de la Navidad Pasada.

La Justicia se quitó la venda de los ojos y se soltó a la vez la melena. Tenía el cabello rubio y las pupilas verdes. Era la Dama del Lago con la que tantas veces había soñado durante su infancia. Del Olmo se agarró a su mano y juntos salieron volando por la chimenea. Pronto llegaron a Murcia y ella le mostró primero a un niño con pinta de empollón en un rincón de una clase vacía del colegio de los Maristas, repitiendo la lección en voz alta: «Sujeto, verbo, predicado... Sujeto, verbo, predicado...». Él se puso colorado: desde pequeño había tenido problemas con la gramática.

Luego visitaron la facultad de Derecho y encontraron a un chico cargado de ideales, pero herido por el rayo del mal de amores. Enseguida le vieron sacar las oposiciones, casarse y divorciarse de forma turbulenta. Viajaron después al País Vasco y observaron a un joven juez salir cojeando de un coche accidentado en la bajada de Urquiola.

-¿Verdad que nunca te recuperaste del todo de aquello...? ¿Pero... por qué empezaste a olvidarte de mí tan pronto?

Del Olmo iba a protestar, a decirle a la Justicia que eso no era cierto, que él le seguía siendo fiel, pero ya estaban en la Audiencia Nacional, contemplando cómo un magistrado recién llegado instruía el caso Egunkaria. El Gobierno había decidido plantar cara a los amigos de los terroristas y la Fiscalía le pedía drásticas medidas cautelares. Él no terminaba de verlo claro, pero en la duda hizo lo que le pedían: cerró el periódico y metió en la cárcel a sus dirigentes.

A medida que el viaje por su biografía se aproximaba al final, él iba sintiendo una creciente ansiedad y zozobra. La Dama del Lago se dio cuenta y le tranquilizó:

-No te preocupes, Juan, porque no visitaremos ninguna de las tres estaciones. Hay cosas que nadie merece ver más de una vez en su vida y tu ya tuviste una dosis suficiente... En cambio, quiero que mires esto otro.

Y le llevó a la sede de la Comunidad de Madrid en la Puerta del Sol, donde al final de unas jornadas sobre terrorismo islámico él mismo estaba dirigiéndose con la voz quebrada de emoción a una chica en silla de ruedas: «Laura, la Justicia va a dar respuesta a muchas cosas, de eso no te quepa duda... Lo va a conseguir por tí y por todos los que han sufrido».

-¿Dónde están las respuestas, Juan? Que tengas sentimientos es algo que te honra. ¿Pero por qué te comprometes a algo en mi nombre y luego no lo cumples?

La Dama del Lago se recogió de nuevo el pelo y se volvió a tapar los ojos. Entonces blandió un abultado legajo de papeles.

-¿A esto le llamas respuestas?

Sin que Del Olmo pudiera hacer nada por evitarlo, la Justicia arrojó su auto de procesamiento contra el suelo. Él intentó recuperar los folios desperdigados, pero hizo un movimiento brusco y se le cayeron las gafas. Él se puso a cuatro gatas y empezó a buscarlas a tientas. La Justicia les dio una patada y le dijo sarcástica:

-Ahora ya estamos iguales. Pero ten cuidado. No vaya a ser que algún periodista te quite alguna hoja...

Enseguida se compadeció de él y le devolvió las lentes.

-Anda, recoge esos papeles... Pero, fíjate en la calamitosa resolución que acabas de adoptar.

Y la Justicia blandió indignada otro de sus autos, imputando un delito de desobediencia al director de EL MUNDO por negarse a entregarle unos documentos sumariales cuya filtración constituía, según él, un delito de revelación de secretos.

-¡Pero si eso está ya en todos los periódicos! ¡Si tu mismo has levantado el secreto del sumario! ¡Si el artículo 20 de la Constitución le ampara! Además ¿por qué cada vez que alguien te contraría reaccionas de forma que parece que estás dictando una resolución injusta a sabiendas?

El juez Del Olmo balbuceaba ya una respuesta, cuando la Justicia volvió a quitarse la venda y a soltarse la melena. La Dama del Lago le dedicó su última sonrisa.

-Mira, chato, la contestación se la das ya a mi compañero, que a mí se me ha terminado el tiempo.

El Primer Espíritu se desvaneció y en su lugar apareció el Segundo. Llevaba un turbante y, en lugar de traje, una doble capa de ropa interior propia de los terroristas suicidas con el anagrama de una cadena de radio. Fue a mostrarle la placa y se le cayó un papel con el nombre de Henri Parot y otros etarras. Su voz sonaba mucho más imperiosa que la de su antecesora.

-Soy el Espíritu de la Navidad Presente. Antes de que me digas nada, haremos dos visitas.

Mientras surcaban el cielo de Madrid, Del Olmo sintió tanto frío interior que creyó estar reviviendo uno de los pasajes que más le habían impresionado del libro con el que se durmió entre las manos: «Las fachadas de las casas parecían negras y más negras aún las ventanas, contrastando con la tersa y blanca sábana de nieve que cubría los tejados y con la nieve más sucia que se extendía por el suelo y que había sido hollada en profundos surcos por las pesadas ruedas de carros y camiones».

Ni en los tejados ni en las calles de la ciudad había nieve, pero su corazón quedó recubierto de escarcha cuando se dio cuenta de que la primera visita era a una colonia de casitas bajas en el barrio de Vallecas. Entraron en una vivienda humilde pero digna. Era la casa del agente Antonio Parrilla, uno de los dos policías a los que él había mandado a prisión por el presunto delito de revelación de secretos. ¡Ay la revelación de secretos! Sus dos hijos, su compañera, otros familiares y unos cuantos amigos del cuerpo se habían reunido para celebrar la Nochebuena en una habitación con una estantería llena de libros y la ausencia de su propietario flotando en el ambiente.

A la hora de los brindis se había empezado por homenajear al ausente, se había continuado por desear felicidad a los presentes y alguien había tenido la misma ocurrencia amarga que la esposa del dependiente del señor Scrooge:

-¡Brindemos por el juez Del Olmo que nos ha procurado esta fiesta! «Quisiera tenerle delante para que la celebrase. Y estoy segura de que yo le iba a abrir el apetito...».

-Déjalo, que estamos en Navidad.

-«En efecto, es preciso que estemos en Navidad para beber a la salud de un hombre tan odioso, tan duro, tan insensible» como el juez Del Olmo...

Las copas se entrechocaron con violencia y la conversación ya no dejó de girar sobre la injusticia cometida con Parrilla, un policía íntegro que había rendido grandes servicios al Estado en la investigación de las tramas islamistas, en las propias pesquisas sobre el 11-M, pero que no comulgaba con ruedas de molino. Por eso había chocado con Telesforo Rubio, por eso había salido rebotado de la Comisaría General de Información y había vuelto a la calle. Como jefe de grupo, sí, pero currando con la misma vocación y entusiasmo que el más novato policía de base. Ahora le habían pasado la factura por tener ideas propias, por pensar por su cuenta. Pero era ignominioso que la Fiscalía y ese juez implacable le hubieran mandado a prisión simplemente por estar presente en una reunión entre un periodista y un compañero. Por mucho odio que el juez tuviera al diario EL MUNDO, por muy frustrado que estuviera por no haber podido empitonar a su director, aquello era una pasada... Y los 150.000 euros de fianza, una ignominia. El recochineo, el ensañamiento, el abuso de autoridad, la prevaricación con pintas.

Del Olmo hizo ademán de protestar al oír esa última expresión, pero el Segundo Espíritu se llevó el dedo a la boca y lo arrastró bruscamente hacia el exterior. Ya no portaba el turbante sino un tricornio de la UCO cuando, tras un corto vuelo, lo introdujo en la casa del agente Rivera. El ambiente era más popular. Había ruido, niños, villancicos, pero también un halo de tristeza. Celestino Rivera, Funci para los compañeros, amigos y confidentes, era el último policía gitanero, un auténtico especialista en los intríngulis de esa etnia y también, en cierto modo, un patriarca para los suyos.

Allí estaban la mujer, los hijos, otros parientes, amigos de la familia y, por supuesto, los nietos. Del Olmo no necesitó que el Segundo Espíritu se lo mostrara para fijarse en un niño de unos 10 años al borde del llanto que no quería jugar con nadie. Inmediatamente pensó en Tiny Tim, el personaje que más le había impresionado del libro, el niño con problemas físicos que él mismo llevaba dentro. Este otro niño no tenía muletas y parecía completamente sano. Pero su cara enfurruñada era todo un poema.

-¿Por qué no ha venido esta noche el abuelo?

Funci y su mujer habían criado a ese niño casi personalmente. Era su nieto favorito, su ojito derecho. Los mayores trataban de consolarle y de darle explicaciones.

-Es que a un juez muy tonto se le ha ocurrido tenerlo ocupado hoy...

-Pero no te preocupes que Papá Noel o los Reyes Magos te devolverán muy pronto a tu abuelo.

Del Olmo estaba compungido. Sentía cómo el hielo que le rodeaba había empezado a cristalizar y hería sus entrañas. Comprendía que esa familia nunca podría reunir los 150.000 euros -25 millones de pesetas, se dice pronto- que le había puesto de fianza al Funci y que ese niño no podría tener de vuelta a su abuelo ni para Nochebuena, ni para Nochevieja, ni para Reyes. De hecho el policía estaba enfermo del corazón y, alterado por lo que consideraba un atropello, había intentado suicidarse tomando una sobredosis de sus medicinas en el calabozo. Un escalofrío le recorrió la médula espinal. Era como ver apalear a Tiny Tim. ¿Cómo le hubiera explicado él a ese niño lo que había estado a punto de sucederle a su abuelo?

Pero aún le quedaban por recibir algunos azotes más. De repente el Segundo Espíritu se sacó de entre los refajos unos papeles y se los mostró en silencio. Estaban firmados por él mismo. Eran los autos en los que ponía en libertad al líder de KAS Xabier Alegría y al cuñado de Trashorras, Antonio Toro. Estaban acusados de delitos mucho más graves, existía bastante más riesgo de fuga, pero sólo les había obligado a pagar 50.000 euros de fianza.

Del Olmo giró cabizbajo el cuello una y otra vez como si estuviera arrepentido. El fantasma le entregó ahora un recorte de periódico. Era la noticia de que el jefe del grupo de atracos de Palma, acusado de recibir sobornos por valor de cerca de un millón de euros, con dinero fresco, pues, para tomar las de Villadiego ante el riesgo de la enorme condena que pendía sobre sus espaldas, había sido puesto en libertad por sólo 30.000 euros. Las mejillas del juez se llenaron de rubor, mientras el Segundo Espíritu se desvanecía haciendo suyas las palabras de su antecesora:

-¿Por qué cada vez que alguien te contraría reaccionas de forma que parece que estás dictando una resolución injusta a sabiendas?

En su lugar apareció un inmenso peón de ajedrez. Era negro como el betún y silencioso como el caballo de Troya. Enseguida, como quien no quiere la cosa, se abrió por la mitad, desplegándose como una mantis religiosa provista de la túnica de Darth Vader. La rejilla de su máscara estaba cubierta por tiras de esparadrapo negro en protesta por los atentados a la libertad de expresión. Su pecho lo ocupaba una pantalla de cristal líquido en la que se repetía un escueto mensaje: «Soy el Espíritu de la Navidad Venidera. Soy el Espíritu de la Navidad Venidera. Soy el...».

Del Olmo enseguida comprendió que no lograría arrancar ni una sola palabra de aquella aparición. Y que intentar explicarle que en realidad no es que él tomara resoluciones injustas a sabiendas sino que más bien lo que ocurría es que, claro, la revelación de secretos por parte de un funcionario pues a él le parecía muy grave... sería una pretensión inútil. Además pronto se sintió arrancado del suelo e impulsado hacia las nubes como por una posesión infernal. El Tercer Espíritu le arrastraba como la estela de un reactor, sin tan siquiera tener que tocarle. En medio de un ruido ensordecedor que le trepanaba los tímpanos y de unos tremendos resplandores que le desgarraban la córnea y le hacían estallar el cristalino se dio cuenta de que estaban rompiendo la barrera del sonido y superando la velocidad de la luz.

Todo sucedió en menos de un minuto. Cada vez que quería que observara algo Darth Vaader se limitaba a hacer un ademán, soltando las bridas de los caballos del Apocalipsis. Las escenas de lo que le quedaba de vida brotaban ante el juez como viñetas en medio de ráfagas de fuego. Primero le mostró una inmensa manifestación que recorría gravemente la ciudad tras dos rotundas pancartas: «Queremos saber la verdad», «España necesita un Gobierno que no mienta». Inmediatamente detrás de la cabecera cientos de personas llevaban una misma careta con puntiagudas narizotas y gafas de cegato. En una mano esgrimían blancos bastones de la ONCE y en la otra enarbolaban carteles con signos de interrogación: «Del Olmo, ¿quién ha sido?», «Del Olmo, ¿qué estalló en los trenes?». Luego vieron la espalda encorvada de un hombre avejentado salir renqueante de la Audiencia con una cartera enorme y una sonora ristra de latas amarrada a su tobillo. Un reportero hablaba con un funcionario: «Por fin se va el muy capullo...». «Pocos le echarán de menos. En el fondo no era mala persona, pero no tuvo ni vergüenza ni piedad». A continuación contemplaron cómo una mujer descolgaba las cortinas de la cama con dosel, las doblaba minuciosamente, salía con ellas a la calle, llegaba a la parte más miserable de la ciudad, entraba en una tienda de ropa de segunda mano y las entregaba a cambio de cuatro billetes pequeños. El juez creyó reconocer a su asistenta. La mujer cruzó la acera y penetró en un comercio con un rótulo inmenso y un reclamo de inferior tamaño. «Todo por 1 euro», «Compramos y vendemos». Ella abrió su bolso y puso sobre el mostrador tres objetos inconfundibles. Él iba a gritarle que no le importaba lo que hiciera con la campanilla, pero que tenía que devolver los tampones al juzgado, cuando una nueva viñeta entre llamas le retrotrajo a la alcoba. Sobre la cama ya sin cortinajes, junto a la mesita en la que sólo quedaba el frasco de colirio podía percibirse una forma rígida que inmediatamente le hizo recordar las últimas líneas que había leído: «Una luz pálida que llegaba del exterior caía directamente sobre el lecho, en el cual yacía el cuerpo de aquel hombre despojado, robado, abandonado por todo el mundo, sin que nadie le velara y sin que nadie llorara por él». Lo siguiente que vio ya era una lápida en el cementerio, acompañada por dos coronas de flores. Sintió un alivio inmenso cuando lo primero que distinguió al acercarse fue la palabra Scrooge. Pero toda la sangre le subió de repente a la cabeza cuando pudo leer completa la inscripción: «His Honour John Scrooge of the Elm Tree. No shame, no pity». Lo que definitivamente le hizo desmayarse fue descubrir que las dos coronas habían sido depositadas por manos diferentes, pero tenían grabado el mismo mensaje: «The Grill family. Remember Christmas 2006», «The Riverside family. Remember Christmas 2006».

El juez Del Olmo soñó que se despertaba, que comprobaba la fecha en el periódico y que se abalanzaba sobre el teléfono:

-¡Velasco, Velasco, preséntese inmediatamente en la Audiencia que tenemos que dictar varios autos!

-Pero, Su Señoría, que hoy es el día de Nochebuena...

-Precisamente por eso. Lo ve, todavía llegamos a tiempo. ¿Cuánto me dijo usted el viernes que tenía recolectada la Confederación Española de Policía? ¿180.000 euros? Pues vamos a rebajarles la fianza. 90.000 a cada uno...

-Pero, Su Señoría, es que hoy están cerrados los bancos...

-¿Cerrados los bancos? Pues sabe lo que le digo: que les ponemos en libertad con cargos pero sin fianza. No podemos consentir que Tiny Tim se quede esta noche sin abrazar a su abuelo...

-Su Señoría, perdone la intromisión... ¿Quién es Tiny Tim?

-Tiny Tim es Tiny Tim. Yo ya me entiendo, Velasco. ¡Levante ese ánimo, hombre, que estamos en Nochebuena! Ah, y convoque una rueda de prensa...

Fue al escucharse a sí mismo pronunciando esa última palabra cuando el juez Del Olmo abrió de verdad los ojos, francamente sobresaltado. Se había quedado dormido con las gafas puestas y sólo veía una borrosa masa grisácea delante. Pensó, alarmado, que se le había reproducido el glaucoma. Entonces se dio cuenta de que algo le raspaba la nariz. Fue a llevarse las manos a la cara y topó con un objeto flexible abierto por la mitad y desplegado sobre su rostro. Al mismo tiempo le volvieron a la cabeza una serie de imágenes terribles y entendió lo sucedido. Había empezado leyendo un libro y el libro le había terminado leyendo a él.

Cerró el volumen con recelo y apretó las manos sobre la cubierta y contracubierta. No sabía muy bien qué hacer. Le habían pillado desprevenido. Habían saqueado su cerebro mientras dormía. Claro, no podía tomar medidas cautelares contra un objeto inanimado. Ni querellarse contra la editorial. Lo que sí podía, y esa sí que le parecía una buena idea, era deducir testimonio contra el autor por revelación de secretos. Dicho y hecho. Aunque fuera domingo, aunque fuera Nochebuena, él iba a ir redactando el auto.

Buscó los datos del responsable en la solapa del libro y al leer su escueta biografía, no pudo reprimir una exclamación:

-¡Ah, Dickens! Periodista tenía que ser...

Pedro J. Ramírez, cartas del Director
El Mundo, 24-12-2006

El empecinamiento étnico

Debo empezar por confesar que siempre he detestado las literaturas étnicas. Y en esa denominación incluyo a unos cuantos grandes escritores ocasionalmente preocupados por las identidades. Baroja cae en ello tanto como Hernández en el Martín Fierro, que tanto gustaba a Unamuno y tan poco entusiasmaba a Borges, modelo de autor antiétnico.

La corrección política ha conseguido que en Occidente se leyera como literatura una serie de obras cuyo valor esencial es el de fuente primaria para la construcción de la historia de algunos pueblos. A ello ha contribuido sin duda la culpa que muchos experimentan respecto de la colonización, sin darse cuenta de que esa culpa ha sido sistemáticamente inducida en nuestras almas, desde la más tierna infancia, por esa madre tiránica y verborrágica que fue y es el agit prop de las izquierdas reaccionarias. Así nos han llegado autores de las reservas indígenas y de los guetos negros, muchas veces sobrevalorados por la crítica y devenidos en negocio editorial.

Chester Himes empezó a escribir novelas negras con protagonistas negros en una época en que, en sus propias palabras, mostrar un negro y una blanca "ya era pura pornografía". Se fue a vivir a París, primero, y a España, donde murió y está enterrado, después. Fue un largo exilio, contemporáneo de las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos, exitosas y unificadoras mientras se mantuvieron bajo la guía de líderes cristianos, desintegradoras y perversas a partir del momento en que, logrados los más importantes objetivos iniciales, el islam se apoderó de las comunidades negras.

Lo que vino después de Himes es otra cosa, y tiene su encarnación acabada en la obra de Walter Mosley. En estos días, precisamente cuando la compra de la cadena Hard Rock Café por la muy organizada tribu de los semínolas me convenció de que, aunque a nosotros, los occidentales de toda la vida, nos cueste comprender el alma de los pieles rojas, ellos comprenden perfectamente la mecánica del abominable sistema capitalista en que los hemos obligado a vivir, lejos de la pradera; en estos días, decía, cayó en mis manos Mariposa Blanca (Anagrama, Barcelona, 1996), novela de Mosley, negra y con protagonistas negros. La novela negra, como se sabe, es una invención de blancos.

Habla Mosley de Stella Keaton, una bibliotecaria blanca, buena persona, que solía corregir el modo de hablar de los niños negros del vecindario que constituían su clientela.

– No digas "m'a pegao" –decía [la bibliotecaria]–. Tienes que decir "me ha pegado".

Y, claro está, tenía razón. Pero aquellos niños de color nunca aprenderían a escuchar su propio ritmo en sus palabras, y acabarían por creer que tenían que abandonar su habla y sus historias para formar parte del mundo de aquella educada mujer blanca. Tendrían que perder a Fats Waller para ganar a Mozart, y a Remus por Puck. Entrarían en un mundo donde sólo hablaría la gente blanca. Y no importaba cuán bien se hubiesen expresado Dickens o Voltaire, aquellos niños no tenían ejemplos de la sabiduría de su propio pueblo en la biblioteca, la casa del saber.

Yo ya había discutido con Stella acerca de estas cosas. Ella se mostraba muy receptiva, pero cuando uno le decía que un negro de pie en una esquina, contando cuentos verdes, era como Chaucer, arrugaba la nariz y hacía que no con la cabeza. No obstante, Stella se mostraba siempre respetuosa. A menudo utilizan a los blancos más buenos para colonizar a la comunidad negra. Pero, por bondadosa que fuera la señora Keaton, para los negros representaba a una cultura que no era totalmente ajena.

Antes de continuar, le propongo, querido lector, un ejercicio: ponga usted "judío" donde Mosley pone "blanco" o donde pone "negro"; el resultado será igualmente repugnante. Racismo puro y duro, contante y sonante. Pero, eso sí, un racismo justificado por la larga explotación a que los negros fueron sometidos por los blancos, incluidos, por cierto, los blancos más inicuamente explotados.

Las falacias de Mosley son tan obvias como arriesgadas. ¿Acaso Fats Waller se ha desarrollado en un mundo sin Mozart? ¿No arrugaría la nariz la señora Keaton si yo le dijera que un blanco que cuenta cuentos verdes es como Chaucer? ¿Dónde radica la ajenidad de la cultura blanca?

Veamos lo que dice Mosley:

Stella y yo nos tuteábamos, pero yo no estaba conforme con que ella ocupara aquel puesto. No estaba conforme porque Stella, aunque era una buena persona, era blanca. Era una mujer blanca y venía de un lugar donde sólo había cristianos blancos. Para ella, Shakespeare era un dios. A mí eso no me importaba, pero ¿qué sabía ella de los cuentos, y de las adivinanzas, y de las fábulas que la gente de color había contado durante siglos? ¿Y qué sabía del idioma que hablábamos?

Desde luego, lo que Mosley quiere es que el puesto de bibliotecario en un barrio negro lo ocupe un negro: "discriminación positiva", le llama a eso la corrección política; y las personas sensatas lo llaman simplemente "discriminación". El problema que no menciona es que, por negro que sea el bibliotecario, las estanterías seguirán llenas de Voltaire, Chaucer y Shakespeare. ¿Y durante cuántos siglos ha contado cuentos, adivinanzas y fábulas una comunidad que, en su casi totalidad, ha olvidado cuál era el lugar de procedencia de sus ancestros, si es que alguna vez lo ha sabido? Respuesta: los siglos de América. Durante al menos dos de los cuales, ha dispuesto de la escritura.

¿Acaso debería yo suponer que los negros no han escrito por ser negros? ¿Porque la escritura es cosa de blancos? No, por supuesto que no: no han escrito porque eran obreros, y no existen los escritores proletarios, mito del marxismo. Escritor y proletario son términos contradictorios. ¿Y no ha habido una burguesía negra? Muy minoritaria. Hasta ahora, cuando hay escritores, y guionistas, y actores y directores negros, y se hacen series de televisión como El príncipe de Bel Air, en las que absolutamente todo el mundo es negro y que, supongo, están dirigidas a una amplia clase media negra con expectativas de movilidad social.

¿Recuerda usted a Sabino Arana dando explicaciones sobre la perfección del vasco frente a la inferioridad del maketo, que es un poco tonto, muy torpe y hasta algo afeminado? Pues lea a Mosley: "Ahora era viejo, pero en su día Lips había sido lo que sueñan ser todos los negros. Elegante, seguro de sí mismo, educado y con dinero en el bolsillo". ¿Y qué soñarán ser los blancos? ¿Elegantes como negros?

Mosley es un autor estrella, muy leído en Europa y en los Estados Unidos. Denzel Washington ha hecho el papel de Easy Rawlins, el detective de sus novelas, en la versión cinematográfica de El demonio vestido de azul. Éste es su mensaje de fondo. ¿Escribirá estas barbaridades para ganarse las simpatías de un potencial público negro? Ya sabe que a los blancos todo esto no sólo no les parece mal, sino que hasta aplauden, comprensivos. Yo no, porque no voy a tolerar en otros lo que no toleraría en mí mismo.

Una pregunta para terminar: ¿qué hubiese sido de Mosley si en la biblioteca de su barrio negro no hubiese habido obras de Chandler y Hammett?

Horacio Vázquez-Rial, Las guerras de toda la vida
Libertad Digital, Suplemento Ideas, 20-12-2006