miércoles, 3 de noviembre de 2010

Obama en prosa. Por Ignacio Camacho

La impresión de estos dos años es que Obama aún no controla el complejo cuadro de mandos de la Casa Blanca.

LLEVABA razón Hillary Clinton, veterana resabiada del poder y sus amarguras, cuando en el duro pulso de las primarias le dijo a Obama que aunque ganase la presidencia con su hermosa lírica electoral llegaría un momento en que tendría que gobernar en la ruda prosa de la responsabilidad y la toma de decisiones. Hay que tener cuidado con las promesas de campaña porque luego es menester cumplir siquiera alguna, y Obama no prometió tanto medidas concretas como sugestivos conceptos retóricos —el cambio, la esperanza, la ilusión— demasiado ambiciosos para ponerlos en la letra pequeña de la gobernanza. La deflación actual de su popularidad tiene que ver con el exceso de las expectativas que creó con aquel discurso iluminado que puso el listón demasiado alto incluso para un atleta de la política.

La impresión de estos titubeantes dos años de obamismo es que el presidente aún no controla el complejo cuadro de mandos de la Casa Blanca. Se ha puesto a tocar botones como un piloto novato y el avión no acaba de enderezar el rumbo. La áspera prosa del poder tiene mucho menos encanto que los carismáticos versos de la candidatura. El encanto de aquel prometedor San Martín de Porres titulado en Harvard se está desvaneciendo entre las dificultades para sacar adelante su programa reformista; los votantes más jóvenes se alejan al comprobar que Fray Escoba no hace milagros y los más maduros se asustan ante las medidas intervencionistas que comprometen el viejo ideal liberal americano. Las inflamadas damas biempensantes del Tea Party le habrían durado al Obama candidato lo mismo que aquella mosca que atrapó al vuelo en una entrevista televisada, pero al Obama gobernante le han creado un notable foco de resistencia con su simple denuncia del estatalismo. El rumbo de la economía no logra enderezarse y al hombre que prometió cambiar el marco político convencional sólo se le ocurren normales recetas de socialdemocracia keynesiana.

Obama sigue siendo un buen político. Muy bueno, mejor que la mayoría. Es un orador convincente y seductor, y mantiene intactas considerables dotes de liderazgo. Su problema es que en el poder se ha enredado con los conflictos de una normalidad rocosa que no puede superar con el aura de superhombre que le rodeó en la campaña. La realidad no obedece sus órdenes ni se doblega ante sus impulsos, y éstos resultan menos sólidos y clarividentes de lo que parecían. Hay una oposición correosa y una sociedad escéptica que no siguen la melodía de una flauta de Hamelin más desafinada de lo previsto. El presidente aún tiene bastante crédito y otros dos años para acabar al menos parte de lo que ha empezado, pero no es un demiurgo capaz de transformar el mundo con una palabra. La brillantez arrasadora de su irrupción era una trampa para él mismo. Obligado a triunfar, ahora ya sabe que ha de limitar su grandilocuente desafío.


ABC - Opinión

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