domingo, 24 de enero de 2010

Víctimas sin amparo. Por Ignacio Camacho

SE trata de una deuda de responsabilidad. Toda la simpatía emotiva que la sociedad española siente hacia la familia de Marta del Castillo, la madre de Sandra Palo, el padre de Mari Luz Cortés y demás víctimas de crímenes relevantes por su crueldad, su barbarie o su saña carece de un correlato jurídico y ético que dé amparo a su desconsuelo y evite la sensación de impunidad relativa de los culpables, ese desasosegante efecto de arbitrariedad que extiende la sospecha de una justicia incompleta. La arrogancia jactanciosa de los malhechores, la exhibición complaciente de detalles morbosos en los medios de comunicación o la libertad prematura de algunos condenados provocan en el cuerpo social la impresión de un intenso desequilibrio entre delito y pena que favorece a quienes causan el mal frente a quienes lo sufren, y deja a éstos aislados en la afligida, amarga soledad de la incomprensión, el quebranto y la zozobra.

El manifiesto desabrigo moral de los familiares de Marta del Castillo, sentenciados a un año de angustia que ni siquiera han cumplido en la cárcel la mayoría de los implicados en su escabrosa desaparición, simboliza ese triste fracaso de la justicia que parece naufragar ante los límites del derecho, burlados por un grupo de jóvenes descarados capaces de filtrarse con fría insolencia por las rendijas garantistas de la ley. Todo el aparato policial y judicial del Estado ha quedado en evidencia frente a la petulante estrategia de confusión urdida por unos acusados inmunes a todo atisbo de sensibilidad humanitaria que manejan con destreza en su beneficio un arsenal de trucos procesales lejanos del alcance de sus víctimas. Ese estatus clamorosamente abusivo no sólo impide su adecuado castigo sino que aplica a los deudos la pena suplementaria del desvelo y la congoja, negando a la parte perjudicada los derechos elementales -en este caso, además, el de conocer el paradero del cuerpo- que sin embargo protegen ante la indignación general a los agresores.

Tras la costosa dignificación de las víctimas del terrorismo y del maltrato de género, estas otras víctimas de una violencia oscura, desalmada y en ocasiones patológica requieren una reparación social y moral a la altura de su exacerbado y gratuito sufrimiento. Esa deuda sólo puede saldarse desde un sentido razonable de la justicia que pase por el concepto expiatorio de la pena e impida el escarnio mediático, la burla legal y la profanación accesoria de la dignidad. Una sociedad que se aprecie a sí misma tiene que ser respetuosa con el dolor. Y estos casos lacerantes de jactancia criminal, de agravio adicional o de impune recochineo suscitan un sentimiento desalentador de rabia, una profunda desesperanza y una áspera amargura que se parece mucho a la del triunfo del mal y a una derrota sin remedio de la razón, de la equidad y de la justa conciencia.


ABC - Opinión

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