domingo, 24 de enero de 2010

Leguina. Por Jon Juaristi

LA editorial Alfaguara anuncia el último libro de Joaquín Leguina, La luz crepuscular, como unas «memorias noveladas» que cuentan la historia de «un partido».

No se trata de publicidad engañosa, porque hay algo de eso, efectivamente, pero es quizá lo menos importante, y ya Leguina lo había contado con más morbo y cabreo en unas memorias anteriores poco noveladas (Conocer gente). Lo que se cuenta en La luz crepuscular es, ante todo, la biografía de un tiempo, el de Joaquín Leguina. Un gran filósofo francés nacido en Lituania, Emmanuel Lévinas -cuyo apellido parece un eco báltico y judío del vasco leguina, que significa «ladera», aunque valga, en realidad, por «hijo de Leví»- definía el tiempo como la experiencia de la relación del yo con los otros. De manera que, según esta definición, el libro que comento habría podido titularse también Conocer gente, o Conocer más gente, pero lo de La luz crepuscular, que es un homenaje al bolerazo aquél de Jorge Sepúlveda, Mirando al mar, no le queda nada mal y sugiere, desde la portada, el tono dominante en el relato.


Total, que el marbete publicitario despista lo suyo, y está de sobra incluso lo de «memorias noveladas», porque es una novela que explota, eso sí (y es cierto que más de lo que suele ser normal), una prolija veta autobiográfica. Todo autor es libre a la hora de elegir el género, y, sin duda, Leguina ha quemado con este libro las posibilidades de escribir unas verdaderas memorias, lo que, en el fondo, da lo mismo, pues La luz crepuscular se lee muy a gusto como lo que es: una muy estimable novela histórica.

Unamuno, que escribió una sola novela histórica, se armó un lío en el prólogo de la segunda edición de Paz en la guerra, dudando si definirla como una novela histórica o una historia novelada. Al lector, este tipo de vacilaciones le suele dejar frío, y si el lector es además un historiador o alguien con serio interés en el conocimiento de la Historia no dudará en aceptar una buena novela como fuente digna de confianza, cuando comprueba que lo que se cuenta está suficientemente documentado y el autor lo trata con honestidad, que no siempre implica distancia.

El tiempo de Leguina (o el de su alter ego en la novela, Ángel Egusquiza) se asemeja bastante a los tiempos de otros muchos de su generación. Tomando este concepto en su generosa cuantificación orteguiana, me siento incluido en la misma, la de los nacidos en la amplia posguerra, si bien el rigor cronológico del novelista (y doctor en Demografía por la Sorbona, no se olvide) me adscribiría a otra cohorte, no tan lejana de la suya, sin embargo, como para no haber conocido y tratado a muchos de los personajes cuyas vidas se cruzaron con la de Ángel Egusquiza, al menos desde su época de estudiante de Económicas en Bilbao. Y también lo suficientemente iluminada por la luz crepuscular para distinguir entre las traiciones inevitables de los recuerdos personales o incluso la tendencia comprensible a figurar en el lado honroso de los conflictos -lo que nos pasa a todos en mayor o menor medida- y la fabricación deliberada de memorias históricas y otros dispositivos maniqueos por parte de quienes sólo conciben el pasado como arma arrojadiza y proceden a inventárselo desde la estúpida irresponsabilidad que les otorga su confinamiento (por edad o mala fe) en lo que Marianne Hirsch ha denominado una «posmemoria», es decir, un conglomerado conformista de leyendas muy apto para convertirse en discurso público dominante. Sobra decir que la última y magnífica novela de Joaquín Leguina constituye un ejemplo de todo lo contrario.


ABC - Opinión

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