lunes, 13 de diciembre de 2010

Nadie alarma a los muertos. Por Gabriel Albiac

Diez días exentos de ciudadanía, exentos de garantía constitucional. Y nadie alza la voz.

¡TANTO, al fin, para nada! Camino va de terminar el año. Y Madrid se nos trueca en este nudo de nubarrones zinc; un gris de estaño suelda el alma agrietada que se finge un nuevo inicio. Pero no es cierto; todo vuelve, no igual, algo más viejo. No hay eterno retorno, ya quisiéramos los pálidos humanos tener ese consuelo a nuestro caer sin épica en el tiempo, que es el mal, en formidable hallazgo de Ezra Pound. Y, en la melancolía navideña, que empieza ya a empaparlo todo en ese gris de zinc con el que el cielo de Madrid absorbe el alma, se cierra la metáfora primordial. Todas nuestras liturgias convenidas quieren exorcizarla. Pero no hay júbilo ni hojarasca luminosa que pueda acallar del todo la básica sospecha de que nada benévolo nos ha obsequiado el curso de estos meses. Somos más pobres, más tristes, mucho más desencantados. Hemos ganado, eso sí, sabiduría: pero no estamos seguros que valga el precio.

Hemos sido engañados. Lo sabemos. Con cinismo admirable, una banda de fríos sinvergüenzas exhibió ante nosotros el oropel más sobado: el del progresismo. En su nombre, prometieron todo. Disparates. Salvar de la miseria a aquellos mismos a los que su desvergüenza había hundido en una pobreza sin retorno. Ni una sola razón, ni un argumento apuntaló siquiera la exhibición de aquel delirio. Sólo impávidas promesas de haber apostado por la orilla buena de la historia: progreso, izquierda, sentido… Y eso tuvo más fuerza que todos los argumentos que mostraban, sin lugar a error ni duda, que caminábamos sin freno hacia la bancarrota. No es extraña esa unanimidad en dar creencia a lo más infantil de la mente humana: la fe en seguir el vector ascendente del sentido histórico. Un maestro al cual ahora nadie lee lo escribió en su glacial nota testamentaria: «la estabilidad de la religión viene de que el sentido es siempre religioso». Y, hoy, en España no hay otra religión vigente que la del progreso. De ella vivieron los asesinos del Gal como viven ahora los impecables analfabetos del estado de alarma.

No se pude vivir así. Seamos serios. En esta indiferencia desolada. No son los lerdos controladores quienes quedaron desprovistos de la plenitud de sus derechos ciudadanos el día 4. Fuimos nosotros. El estado de alarma no distingue entre buenos y malos: afecta a todos. Y seguimos así. Como si nada.

Yo recuerdo —tenía entonces dieciocho— el estado de excepción del 69. Vivíamos en una dictadura, así que tampoco era tanto lo que aquello cambiaba: el franquismo era un estado de excepción permanente. Lo vivimos, sin embargo, como un acto de guerra contra población civil. Eso era aquello. Eso es esto. Y que ahora vivamos en democracia no hace sin agravar la prórroga de un recorte en nuestros derechos, que suspende provisionalmente la plenitud constitucional. Que, por ejemplo, hace imposible realizar elecciones generales —esa epítome de la democracia— durante su vigencia.

Es el síntoma de una sociedad enferma. Pienso yo que terminal. ¿Quién sabe? Puede ser —¡ojalá!— que me equivoque. Diez días ya, exentos de ciudadanía, exentos de garantía constitucional. Y nadie alza la voz. Todos caminan, la cabeza gacha, bajo este cielo gris de zinc con algo de espejo de nuestra muerte.


ABC - Opinión

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