miércoles, 22 de diciembre de 2010

La absolución de «la Historia». Por Gabriel Albiac

La Historia con la que sueñan Rubalcaba y Zapatero se llama ETA. Y ETA marca los tiempos.

UNO se lo imagina con la gracia indolente de un chiquillo. Sinónimo de la perfecta estupidez. Nada con lo que pueda ya sorprender a un espectador adulto. ¿Lo somos? Uno se lo imagina con esa, más que sonrisa, cicatriz de la pétrea inepcia dibujada en la cara. «¿Sabéis? Ya hay dos personas que saben lo de si sigo o no en la Presidencia: mi mujer y otro del partido que no voy a contaros». Uno se lo imagina. Hasta seguro que hubo algún devoto para reírle la gracia. Uno se lo imagina. Sólo aquí. En cualquier país europeo con tradición sencillamente ciudadana, algo así hubiera sido constatado como un insulto. A quienes pagan su sueldo. Que no son ni su santa ni su colegui de cofradía. Que son todos y cada uno de los contribuyentes. Ante los cuales —no ante santa ni colegui— responde. Por deber moral tanto como legal. Ante el Parlamento o ante los medios públicos. Es lo mínimo que a un político se le exige saber en una democracia constitucional: que su vida privada a nadie le compete, y que su responsabilidad pública en nada compete a su familia.

No diré que, en ese rigor de separar lo público y lo privado, espere de nuestros políticos el admirable espíritu espartano con el que el general De Gaulle impuso en el Elíseo la instalación de contadores separados para sus gastos familiares de teléfono y electricidad. Aquí, esas cosas darían a risa. Pero en esas minucias está la democracia. Como la está en el tabicamiento de las cuestiones de Estado al cual la esposa del general se remitía cuando alguien le preguntaba por la actividad presidencial de su marido: «él está casado con Francia. Eso a mí no me concierne». Si alguien no está dispuesto a asumir tal coste, que se dedique a otra cosa. Pero un presidente no puede evacuar consultas de Estado con su señora. Ni con un amiguete. Está haciendo algo peor que una violación de ley. Está burlándose de quienes le pagan sueldo, imagen, grandeza. Con esfuerzos, para muchos, terribles.

Zapatero ha conducido a su partido a una catástrofe ya irremediable. No seré yo el que lamente eso. Bastante tengo con lamentar que nos haya sumido en la ruina a todos y que todos estemos calculando cómo sobreviviremos el día en que Europa se harte de pagar la incompetencia de los socialistas españoles. No ha habido una cosa tan insensata, ni de lejos, en los ya demasiados años que tengo de vida. ¿Qué preocupa al inquilino de La Moncloa ante semejante tragedia colectiva, porque es de una tragedia de lo que estamos hablando, no le tengamos miedo a las palabras? ¿Arreglar mínimamente lo arreglable, aunque sea poco, antes de ser despedido a patadas del poder como un fatídico accidente extremo? Ni por asomo. Convencido él —y convencido su vicario Rubalcaba— de que la destrucción política de ambos es ya inevitable, ambos recurren a un truco viejo como el mundo. El del tirano caribeño que, ante el vagar sombrío de sus cadáveres, invoca el infinito: «¡La Historia me absolverá!». Lo cual, seguro, fue el último pensamiento de Adolf Hitler. O de Stalin. La Historia (con inmensa H mayúscula) nos absuelve siempre. Porque, para cuando llega ya estamos muertos.


ABC - Opinión

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