viernes, 5 de noviembre de 2010

Rodríguez. Por Ignacio Camacho

Con la de cosas que tiene pendientes este Gobierno y no para de meterse en simbólicas nimiedades de ingeniería social.

EN una ocasión me presentaron a un hombre afable y cordial que se llamaba Juan Rodríguez, y que con educada timidez se sintió obligado a precisar que era el padre del presidente del Gobierno. A José Luis Rodríguez Zapatero le molestaba que Carlos Herrera le llamase sólo por su primer apellido, hasta el punto de que le hizo llegar una queja; el hombre al que los publicistas convirtieron en ZP entendía al parecer que había en aquel «Rodríguez» un retintín despectivo. Felipe González nunca renegó de su patronímico común pese a que el nombre de pila favorecía mejor el marketing de cercanía; a medida que se asentaba en el poder le gustaba más sentirse González que Felipe. Zapatero, que concibe la política como una técnica publicitaria, considera prioritario disponer de un apelativo reconocible que lo singularice como producto de mercado; está en su derecho porque el nombre es suyo, y si quisiera podría cambiarlo incluso en el Registro Civil porque la norma ya permite alterar el orden tradicional de filiación. Lo que no tiene mucho sentido es penalizar los apellidos peor situados alfabéticamente, en una maniobra de pretensiones igualitarias que bajo el pretexto de suprimir la primacía nominal masculina puede acabar podando la nomenclatura familiar española. Con la de cosas que tiene pendientes de hacer este Gobierno y no para de meterse en nimiedades simbólicas y prescindibles operaciones de ingeniería social.

En España tendemos a creer que un nombre común es un nombre vulgar, por lo que existe un cierto prejuicio antidemocrático contra los López, Gómez o Fernández. El maestro Emilio Romero aconsejaba a los periodistas de «Pueblo» así apellidados que se buscasen un heterónimo para destacar más, hasta que le desmontó la teórica el éxito indiscutible de José María García. En los años ochenta el «Madrid de los García» —García Remón, García Navajas, Pérez García— llegó a la final de la Copa de Europa entre sospechas generales de mediocridad, como si llamarse García fuese impedimento para jugar bien al fútbol. La creencia nominalista, de origen aristotélico —«el nombre es arquetipo de la cosa», resumía Borges—, quedó superada desde el final de la Edad Media pero en materia de linajes ha renacido por culpa del furor de singularidad que impone la cultura de la competencia. La idea de elegir el orden filial pretende eliminar la hegemonía patriarcal pero su supuesto afán igualitario esconde un artificio pretencioso que desembocará en un elitismo pedestre muy propio de nuestra falsa hidalguía: la gente elegirá el apellido más sonoro. Nadie es, no obstante, mejor ni peor que nadie por llamarse de determinada manera. El propio presidente del Gobierno, que tuvo indiscutible éxito disfrazado de ZP, acaso diese ahora cualquier cosa por reinventar su identidad como un tal Rodríguez al que no le pesaran los errores de Zapatero.

ABC - Opinión

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