sábado, 24 de julio de 2010

Las rutinas de la libertad. Por Ignacio Camacho

Nos hemos acostumbrado tan pronto a la democracia que hemos dejado de percibirla como un bien moral escaso.

LA libertad, como la salud, el amor o cualquier otro de «los preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», que decía Don Quijote, es un valor que se estima mucho mejor cuando no se tiene. La mayoría de los españoles contemporáneos no ha vivido o no recurda ya otro clima civil que el de la democracia, pero tampoco hace demasiado tiempo que carecíamos de ella; nos hemos acostumbrado tan pronto que hemos dejado de percibirla como un bien moral escaso que por desgracia ha sido casi una excepción de nuestra Historia. Del mismo modo que en la sociedad del confort uno llega a sentir como una contrariedad irritante la avería de un teléfono móvil que hace quince años ni nos planteábamos usar, cuestionamos con fastidio arrogante los defectos funcionales de un sistema que sin duda tiene muchos… pero bastante menos que todos los demás. Y tienen que venir de fuera las víctimas de su ausencia, los sufridores de la tiranía, para hacernos ver con la sencillez de su mirada hasta qué punto es valiosa esa cotidianeidad que a veces tanto nos desconsuela.

Así ha ocurrido con los refugiados cubanos recién expulsados por la dictadura castrista, que al poco de aterrizar se extasiaron al ver en la televisión ese debate entre Zapatero y Rajoy que a tantos españoles resultó un cansino ejercicio de repetición sectaria de vicios comunes. «Conocía la democracia en teoría, pero nunca la había visto en la práctica», ha declarado a ABC un embelesado resistente llamado Normando Hernández, al que el delito de opinar le ha costado varios años de cárcel en la isla. El tipo se quedó extasiado ante un episodio de normalidad democrática que jamás ha visto en el paraíso comunista. Y todo el aburrido ritual de reproches mutuos, el pantanoso aislamiento de prejuicios que para nosotros constituye el ejemplo de una política de baja calidad colapsada en su burbuja de endogamia, les pareció a Hernández y a sus compañeros el asombroso, rutilante descubrimiento de una utopía.

Nótese la generosidad moral de la lección de unos hombres que no se han deslumbrado con la exhibición consumista, ni con las tiendas repletas, ni con la energía sin racionar, como le ocurrió a cierto futbolista yugoslavo del Betis que llegó a España en los años ochenta y que, preguntado por sus impresiones, declaró su inmediata fascinación por el supermercado de El Corte Inglés. A los disidentes cubanos, encerrados en las sucias mazmorras castristas por defender un atisbo de libertad relativa en su irrespirable atmósfera de unanimidad forzosa, lo que les ha conmovido es la manifestación elemental del juego democrático, el debate, la discrepancia que a nosotros ya nos hastía como expresión de un bloqueo estéril. Que lo es, ciertamente. Pero que desde la cómoda rutina de la libertad tendemos a despreciar sin cuestionar lo que significa para los que no pueden siquiera imaginarlo.


ABC - Opinión

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