domingo, 5 de abril de 2009

Un pacto razonable. Por Germán Yanke

A la vista de su primer discurso, resulta que Arantza Quiroga, nueva presidenta popular del Parlamento Vasco, sabe más euskera del poco o nada que le atribuían. Lo anoto no sólo como algo anecdótico, sino como constatación de que lo que va a cambiar en el País Vasco no es la preocupación por el fomento de la lengua vasca, ni el carácter del Estado de las Autonomías, ni el ejercicio de las competencias transferidas o por transferir, ni el respeto a los derechos de los ciudadanos nacionalistas, sino dos aspectos que son los dos grandes déficits de una comunidad gobernada desde hace decenios por el PNV: las libertades ciudadanas y la lealtad constitucional.

Este cambio histórico ha sido recibido con general beneplácito, aunque tampoco han faltado los irritados, los derrotistas y los agoreros. Los irritados son los nacionalistas y en sus reacciones extemporáneas se ha visto hasta qué punto la confusión que se ha querido poner en circulación sobre el sistema parlamentario demuestra una concepción patrimonialista del poder, y del País Vasco, que convenía derrotar. Si en la nueva legislatura de López el PNV mantiene esa posición, como ya han anunciado, seguirá cavando una tumba que sólo se cerrará con el debate interno que el partido de Ibarretxe se ha hurtado hasta ahora.

Pero no son sólo ellos los que recelan o se oponen al acuerdo entre socialistas y populares en el País Vasco. Hay en ambos partidos algunos fanáticos que consideran que el pacto para el cambio supone una traición a alguna pretendida «esencia» de sus respectivos partidos. «¿Cómo vamos a llevar a cabo la acción de gobierno en esta hora decisiva con la derecha capitalista o contraria al aborto, dicen en un lado? ¿Cómo vamos a apoyar a un PSE que, con la disculpa del vasquismo, se mimetiza con el nacionalismo?, dicen en el otro.

En el PP, desgraciadamente, el espíritu crítico se ha convertido en una batalla personal y la moderación oficial ha hecho que la guerra se plantee desde un radicalismo travestido de «valores y principios». Ahora se estarían traicionando o, en el mejor de los casos, poniendo en peligro. Entre los críticos más complacientes se despliega el «sí, pero…» a este acuerdo, una cuestión de pretendida confianza —como ya se planteó con el lamentable asunto de San Gil— según la cual el acuerdo sólo es posible cuando se le da a alguien toda la razón, como si la «verdad» política no fuese tópica, es decir, situada en unas circunstancias concretas, sino utópica y, además, detentada sólo por los que quieren imponerla.

El acuerdo entre socialistas y populares precisa un buen «ambiente» en el contexto de la política, que corresponde propiciar a Zapatero y Rajoy, y en el propio País Vasco entre los partidos que lo han suscrito. Pero no sólo es una oportunidad histórica para rescatar esa comunidad del escenario de exclusión y deslealtad en la que ha sido situada, sino que es políticamente razonable. Fue razonable también el pacto por el que el PSOE apoyó al PP en Álava y Vitoria a partir de 1999 y no lo fueron las desavenencias por las que, con el PNV, se retornó a sustituir la razón política constitucional por el etnicismo nacionalista. Los agoreros se refugian en una hipotética provisionalidad para mostrarse hipócritamente descorazonados. En política los contratos se firman entre quienes se convierten en amigos para cuando se deja de serlo. Es absurdo impedir la discrepancia y el documento suscrito será guía del acuerdo y justificación de las demandas de cada parte, pero la «amistad» y el proyecto deben ser sostenidos con la acción política cotidiana. Más no se puede pedir ahora cuando los firmantes del documento hacen votos por una estable continuidad que debe ser trabajada y en la que la búsqueda de otros apoyos no puede contravenir el contenido de lo suscrito. A veces, el exceso de dudas demuestra más voluntad —«cuanto peor, mejor»— que análisis.

Abc - Opinión

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