jueves, 21 de julio de 2011

Ciudadano Camps. Por Ignacio Camacho

El ciudadano Camps tiene derecho a su presunción de inocencia pero el presidente de la Generalitat no se lo puede permitir.

PARA seguir siendo un ciudadano honorable, al menos hasta que los jueces emitan sentencia, Francisco Camps no tenía más remedio que dejar de ser el Muy Honorable presidente de la Generalitat valenciana. Por la dignidad del cargo, por ejemplaridad moral y por respeto a los ciudadanos que lo eligen, el representante del Estado en una comunidad autónoma no se puede sentar en un banquillo sea cual sea la acusación que se le impute. Como si se tratase de una multa de tráfico. En el caso de Camps confluyen además los principios de regeneración ética de su partido y los intereses políticos de su líder, que le ha venido manteniendo su apoyo más allá de los límites de lo razonable. Como el propio Rajoy le ha hecho ver con la desagradable dureza de quien se siente desafiado, había llegado en su irreal galopada autodefensiva a un punto sin retorno en que la única elección posible basculaba entre la dimisión y la deshonra. Asumir la responsabilidad política o aceptar la responsabilidad penal.

En este desgraciado asunto de los trajes el presidente valenciano ha sufrido un escrutinio atroz y desproporcionado pero también ha cometido importantes errores encadenados, desde relacionarse más de la cuenta con tipos poco recomendables a sostener con demasiada firmeza una versión que tal vez no pueda probar. El más grave de todos, sin embargo, fue su insistencia en repetir candidatura confiado en que la mayoría absoluta acabaría volviéndose absolutoria. Eso era un doble desafío, a su partido y a los tribunales. Quizá incluso a la suerte; en todo caso estaba vinculando de forma temeraria su peripecia judicial a su posición institucional. Consumada la reelección y confirmada la imputación no le quedaba más salida que la renuncia; el ciudadano Camps tiene derecho a defender hasta el final su presunción de inocencia pero el presidente de la Generalitat no se lo puede permitir.

En esta España donde hay gente que roba sin consecuencias desde terrenos públicos hasta bancos, donde los policías ayudan a escaparse a los terroristas y donde los asesinos en serie eluden sus condenas entre resquicios legales, puede parecer un exagerado despropósito que un político demasiado coqueto tenga que abandonar por hacerse el longuis cuando le regalaban los trajes. Sin embargo no se trata de una cuestión de escalas morales sino de modelos de conducta. En materia de respeto a la ley todo ejemplo es poco y quienes aspiran a hacer valer un sentido diferente de la responsabilidad pública están obligados a demostrarlo incluso en las circunstancias más nimias. En ese sentido, el presidente de Valencia aún no es culpable de nada salvo de haber entendido tarde y a la fuerza la delicadeza de su rango representativo. Llevado de la soberbia se ha dejado malaconsejar y se ha metido a sí mismo en un embrollo que tal vez no merecía. El costoso precio que paga por ello es el símbolo del alto valor de la virtud democrática.


ABC - Opinión

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