viernes, 10 de junio de 2011

Indignados y escépticos. Por Ignacio Camacho

La asonada ante el Congreso se volvió antisistema y antidemocrática al cuestionar la soberanía del Parlamento.

LA indignación, como la libertad, no es patrimonio de nadie. Indignados están muchos millones de españoles —el 22 por ciento según el CIS— sin necesidad de formar parte del movimiento que ha empezado a usurpar el legítimo malestar social por la crisis y la pésima gestión que de ella hace la clase dirigente. Por eso quienes de verdad y buena fe convirtieron esta movilización en un interesante fenómeno de protesta popular deberían ser los más interesados en evitar que su causa caiga en manos de un grupo de radicales propensos a la exaltación y la algarada. La amplia simpatía que despertó la revuelta se está trocando en rechazo o distancia ante la okupación chabolística de espacios públicos urbanos, y corre el riesgo de diluirse del todo si aumentan los episodios de marginalidad antisistema. A veces da la impresión de que ante el decaimiento de la atención mediática, los resistentes que se han apoderado de la titularidad del motín tratan de recuperar protagonismo mediante una estrategia de provocación que busca titulares de telediario tratando de forzar una represión violenta en la que crecerse.

La asonada de la otra noche ante el Congreso se deslizó por una peligrosa pendiente antidemocrática al cuestionar nada menos que la soberanía del Parlamento. Unos cientos de personas que sólo se representan a sí mismas no pueden impugnar la representatividad de unos diputados limpia y libremente elegidos por treinta millones de ciudadanos. Han confundido la crítica al mal ejercicio de la función representativa, que ciertamente deja mucho que desear, con la refutación del principio esencial del régimen democrático. De ahí a romper las urnas, o a negar su legitimidad, hay muy poco trecho. Un trecho que en todo caso no parece dispuesta a recorrer la mayoría de los ciudadanos, por muy indignada o cabreada que se halle.

Otra cosa es el desafecto popular ante una dirigencia pública que no entiende a la gente, y a la que lo único que preocupa del movimiento crítico es su capacidad de desestabilización y el modo de utilizarla en beneficio propio. Mientras los políticos hacen del 15-M un análisis de impacto electoral o estudian la manera de apropiarse de su potencial como fuerza de choque, está creciendo un virus social nihilista, con alta capacidad de desestabilización, que empieza a descreer del sistema en sí mismo. Ése es el verdadero riesgo. La cohesión democrática no cruje por unas manifestaciones de extremistas, sino por ese silencioso 22 por ciento —y a más— que está dejando de confiar en los mecanismos institucionales por falta de ejemplaridad y de eficacia. Esa proporción de escépticos se parece demasiado a la tasa de paro. Y para convencerlos no basta con pedagogía política; la mejor defensa de la democracia es lograr que funcione.


ABC - Opinión

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