sábado, 4 de junio de 2011

Extremadamente. Por Ignacio Camacho

La Haya no es el Nuremberg yugoslavo. Ha transcurrido demasiado tiempo de impunidad para los criminales.

LA vergüenza del siglo XX no acabó en Auschwitz. El mal en su sentido más nihilista y devastador pasó por Camboya y Ruanda antes de aterrizar en los Balcanes ante la mirada, pasiva o atónita, de los boinas azules de Naciones Unidas. Entre el delirio totalitario nazi y el sangriento designio tardocomunista de Sbrenica apenas hay una diferencia de escala y otra, más grave, de advertencia. El exterminio hitleriano tomó de sorpresa a un mundo incapaz de imaginar la industrialización de la muerte; en Bosnia, sin embargo, ya estábamos avisados. Y lo que es peor, estábamos presentes a través de una presunta fuerza de interposición que garantizó a las víctimas del rencor serbio la existencia de una «zona segura». En el interior de ese perímetro protegido, los hombres de Ratko Mladic seleccionaron a la población por su origen étnico, separaron a las mujeres —no sin antes violar a la mayoría— y fusilaron a ocho mil hombres delante de sus propias fosas.

Mladic ha vivido quince años protegido —oficialmente escondido— en Serbia, que ha acabado entregándolo, como antes a sus jefes Milosevic y Karadzic, para allanar su camino hacia la Unión Europea. Tiene cáncer terminal, y es probable que ni siquiera alcance a ver su condena. El verdugo de Sbrenica apela en La Haya al humanitarismo de los jueces y se declara «extremadamente enfermo». Tiene un ordenador personal en su celda extremadamente limpia y cómoda, y las autoridades se preocupan extremadamente de que reciba la adecuada asistencia clínica. Miles de compatriotas han protestado en la calle contra su deportación; lo consideran un héroe nacional víctima de una conspiración extranjera. Quizá por eso no encontrase a nadie dispuesto a volarle los sesos cuando en sus últimos años de enfermedad pidió a sus acompañantes que lo mataran.

Tiene la misma mirada extremadamente fría y amarga con que salía en los telediarios dando órdenes en aquel verano del 95. Dice que no podrá leer las actas de acusación porque son extremadamente largas y no tiene fuerzas, y sabe que un alegato suyo puede abrir en Holanda heridas morales extremadamente dolorosas: eran holandeses los cascos azules encargados de proteger a los civiles del enclave sitiado. También sabe que va a morir de muerte natural, la que él negó a miles de inocentes, y le da igual servir de símbolo expiatorio de una culpa que no reconoce.

La Haya no es el Nuremberg yugoslavo. Ha transcurrido demasiado tiempo de impunidad para los criminales, y Europa tiene mala conciencia de aquellos días terribles de pasividad culpable en que desangró, como poco antes en Vukovar o Sarajevo, el honor de la civilización contemporánea. Mladic, el carnicero, morirá cualquier día sin arrepentimiento, tal vez siquiera sin castigo, y ese fracaso clamoroso de la justicia moral nos dejará el retrato de una ignominia. Extremadamente vergonzosa. Extremadamente humillante.


ABC - Opinión

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