jueves, 9 de junio de 2011

Calidad democrática del pepino. Por Fernando Fernández

La calidad democrática europea se resiente. Pero antes de sacar pecho, constatemos que en España no le vamos a la zaga.

LA llamada crisis del pepino ha provocado un furor patriótico sin precedente. No hay articulista que no la haya emprendido a calificativos con los alemanes. Si fuera teutón estaría muy preocupado, porque refleja lo mucho que la crisis del euro está cambiando la naturaleza de la Unión Europea y la percepción que de ella tienen los ciudadanos. Y no precisamente para bien. Se está alimentando un resentimiento sordo entre los periféricos y los centroeuropeos personificados en la canciller Merkel, quien se presta bien a esa caricatura de institutriz. El viejo modelo de la Europa de las transferencias está agotado, porque con el euro las transferencias corren el riesgo de ser ilimitadas y porque los elementos de disciplina interna han saltado por los aires. Era muy fácil controlar la cuantía y el destino de los fondos estructurales o de cohesión, pero es imposible hacer lo mismo con el dinero de apoyo a la balanza de pagos o del sistema financiero sin cambios institucionales que no se vislumbran por ninguna parte.

Lo cierto es que la crisis del pepino ha aflorado tres problemas políticos de fondo. Primero, Europa no acaba de funcionar y ha perdido cohesión interna y voluntad de cooperación. Será por la inanidad de sus líderes o por la complejidad y burocratización creciente de sus estructuras de decisión, pero el europeísmo no vende. La vieja bicicleta de Délors está parada y necesita bastante más que una puesta a punto. Segundo, el modelo descentralizado en temas de control sanitario no funciona ni en Alemania, un estado de larga tradición federal y sin problemas identitarios. Los problemas de coordinación y desinformación prevalecen sobre la cercanía; la competencia entre autoridades conduce inexorablemente a un exceso de intervencionismo. Y tercero, la reacción improvisada y violenta de la secretaria de Hamburgo es precisamente lo que le pedían sus electores, protección total sin reparar en costes. No sé por qué nos sorprendemos. Es exactamente lo que hizo la ministra española, ante la aclamación popular, en el caso de la gripe aviar y entonces nadie se preocupó por los costes de los productores mexicanos o asiáticos. Total, eran culpables por dejación y abandono. Es un serio problema de economía política: el que se pasa de frenada tiene premio, pero el que no llega es condenado al ostracismo.

La calidad democrática europea se resiente. Pero antes de sacar pecho, constatemos que en España no le vamos a la zaga. El gobierno exige rectificar inmediatamente el diccionario bibliográfico de la Academia de la Historia y el PNV se considera equidistante entre Bildu y el PP. Lo primero huele a censura, lo segundo es indigno. ¿Dónde se ha visto que el poder político le diga a los historiadores lo que deben o no publicar? Podrá expresar su desacuerdo y su malestar, pero los autores son dueños de sus opiniones que firman con su propio nombre. En puridad democrática, no puede el gobierno ni siquiera tomarse la revancha negando subvenciones comprometidas. Recuerden la que armaron esos mismos medios cuando un gobierno autonómico desprogramó la obra del ínclito Rufianes. La afirmación de Urkullu es dramática. Refleja la perversión moral a la que pueden llegar algunos nacionalistas y la estupidez en la que se han instalado. Pronto se darán cuenta de lo que significa ceder la Hacienda territorial de Guipúzcoa a los herederos de ETA. Que luego no vengan a pedirnos a los demás que les saquemos las castañas del fuego.


ABC - Opinión

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