lunes, 15 de noviembre de 2010

Sahara: Pecado original. Por Gabriel Albiac

España está en la línea de las trincheras sobre las cuales se jugaron los movimientos finales de la Guerra Fría.

TODO tiene un precio. También la democracia, de la cual decía Robespierre que sólo puede asentarse sobre dos pilares: o la corrupción o el terror, o el mercadeo o la guerra. Ambos dejan cicatrices.

En el otoño de 1975, no sólo el General Franco se moría largamente. También la Guerra Fría entraba en una fase resolutoria aún más larga. Y más cruenta. Que afectaba a la totalidad del planeta, pero, de un modo especialísimo, a los países del tercer mundo, sobre cuyo suelo se había venido librando durante tres decenios la más larga y probablemente la más mortífera de las tres guerras mundiales, la que se inicia en 1948, apenas consumada la victoria aliada frente al nazismo, la que confrontará, sobre campos de batalla dispersos, a los Estados Unidos de América y la URSS, hasta el desmoronamiento completo de los soviéticos en el otoño de 1989.

Esa tercera mundial, que fue irónicamente llamada Guerra Fría, enmarañó por completo las políticas nacionales e internacionales de todos los países. Porque nadie podía pretender quedar a su abrigo. No hubo «no alineados», esa fórmula casi burlesca que adoptaron algunos de los aliados vergonzantes de Moscú en la ONU. Tampoco hubo piedad por parte de estadounidense allá donde fue preciso sostener dictaduras, en diverso grado horribles, para evitar el avance de algún peón prosoviético sobre el tablero. Era la guerra, la guerra. Como el fuego real se veía sólo en Latinoamérica, en África y en el sur de Asia, era fácil construirnos la ilusión de que aquí guerra se decía sólo por modo metafórico. No era verdad.


España estaba —está— en la línea misma de las trincheras sobre las cuales se jugaron los movimientos finales de la Guerra Fría. Portugal, en el 74, fue el envite más osado de los soviéticos desde la construcción del muro berlinés: un golpe de jóvenes oficiales, con el objetivo inmediato de fundar un régimen de «democracia popular», idéntico a los puestos en pie como coraza geopolítica en torno a la URSS en los años cuarenta. Y, al otro lado del estrecho, un despotismo anacrónico: el régimen semifeudal del Sultán de Marruecos. En la terminología soviética, Rabat era el eslabón frágil. Un doble movimiento desde el Sahara —con retaguardia en la Argelia «socialista»— y desde la España que saliera del fin del franquismo, pondría en quiebra al aliado clave de los Estados Unidos en la zona: Hassán IIº. La jugada era tanto más sencilla cuanto que la ONU había dado mandato a la potencia colonial, España, de garantizar una descolonización que pasases a través de referéndum autodeterminativo. El resultado era más que previsible: nacería una República Saharaui bajo protección argelina y, por tanto, soviética. La monarquía marroquí viviría una crisis a la cual difícilmente sobreviviría.

A nadie le interesaba. Salvo a la URSS. Estados Unidos dio carta blanca a Marruecos para ocupar el Sahara. En España, las cabezas del Régimen que maquinaban ya los términos de la Transición percibieron los peligros de un conflicto militar tras la muerte de Franco. El ejemplo portugués fue decisivo. Se apostó por salvar un tránsito indoloro en España. Y que pagasen el precio los saharauis. Siguen pagándolo. Cada vez más al borde de ser aniquilados.


ABC - Opinión

0 comentarios: