sábado, 7 de agosto de 2010

Siete años. Por Ignacio Camacho

EL tipo que mató a Joseba Pagazaurtundúa, hace siete años, vivía tan tranquilo en Hernani rodeado del afecto y estima de sus vecinos, que el martes se indignaron con la Ertzaintza cuando fue a detenerlo junto a una cómplice. No había huido a Francia ni pasado a la clandestinidad ni alterado sus tranquilas rutinas de buen vasco; tenía un trabajo, reía con sus amigotes y formaba parte de un equipo de rugby en el que también jugaba otro asesino etarra. No tenía nada que temer. En Hernani, una de las localidades en que la Justicia dejó pasar la lista municipal de ANV, los batasunos sacaron el 46 por ciento de los votos y eligieron a una alcaldesa muy aguerrida que el otro día permitió que en el Ayuntamiento se criticara la operación de la Policía autonómica. Hernani es también, por cierto, el pueblo de los Pagaza, cuya existencia antes y después del crimen de Joseba se parecía mucho a un exilio interior: recelo, desconfianza, miradas aviesas, un velo continuo y latente de amenaza.

Hace siete años, este bravo gudari esperó tomándose un café a que Joseba Pagaza acudiese a desayunar en un bar de Andoaín, a donde el Gobierno vasco lo había destinado como policía local pese a sus reiteradas cartas en las que denunciaba sentirse objetivo de ETA. Cuando terminó el café se acercó a la víctima, le reventó la nuca de un disparo y huyó sin demasiado agobio, aunque dejó impreso en la taza el ADN de su saliva que acabaría delatándolo cuando hace pocas fechas tuvo que soplar en un control de alcoholemia. En estos siete años, mientras la familia Pagaza sufría el múltiple desconsuelo de la pérdida y del aislamiento en un medio hostil, el criminal y sus coequipiers de rugby se movían en la impunidad de una apacible doble vida; de vez en cuando cometían un atentado, colocaban un coche bomba o liquidaban a un pobre concejal o a un empresario que jugaba al mus, y luego retornaban a sus confortables costumbres de deporte, tertulias y chatos de vino, socialmente blindados por el ambiente de mayoría política que resguardaba en silencio a la célula durmiente de los terroristas.

He ahí un retrato cabal de la existencia cotidiana en una sociedad enferma de miedo, violencia, coacción y complicidad, que apenas ha empezado a normalizarse hace año y medio con el trabajoso esfuerzo de un gobierno constitucionalista capaz de dirigir a la Policía autónoma a la persecución de los criminales en vez de a la protección de su impunidad penal, social y política. Siete años después, la valerosa familia Pagaza, la bella Maite, la corajuda Pilar, han obtenido una mínima reparación moral tardía para su dolor y su larga entereza luchadora; pero en Hernani siguen mandando los batasunos porque alguien decidió, cuando podía impedirlo, dejarles una rendija abierta.


ABC - Opinión

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