lunes, 26 de julio de 2010

Nación y delincuencia. Por Gabriel Albiac

¿Merecen más remilgos los tan convencionales nacionalistas catalanes que los gánsteres homicidas de la UCK?

LO igual se dice sólo de lo distinto. Siempre. Es eso lo que nos permite hablar: agrupar cosas diferentes bajo un mismo nombre. Y, cuando decimos de algo que es distinto de otra cosa, estamos suponiendo ya la posibilidad de comparar ambos. Y de definir criterios para catalogarlos en una u otra casilla del hablante. Es tan originario ese problema que Platón puso en él la única razón de ser de la filosofía: ¿con qué legitimidad hablamos cuando atribuimos un mismo nombre a cosas, ninguna de las cuales es por completo idéntica a las otras? Son «las maravillas acerca de lo uno y lo múltiple», que, dice en el Fileboel maestro griego, nunca podrán ser agotadas porque están en la estructura misma del hablar.

La sentencia sobre Kosovo del Tribunal de La Haya pone en marcha el tipo de malentendidos que arrastra un uso necio de la lengua. Tras los cuales, hay el desasosiego de un rechazo: un «no, esa sentencia no habla de nosotros», un «entre ellos y nosotros no hay semejanza alguna». «Ellos» se refiere, claro está, a la dinamitada Yugoslavia. «Nosotros» —no se exige gran perspicacia para percibirlo— designa lo que la deriva nacionalista ha abierto como proceso constituyente en Cataluña.

Por más matices que los magistrados hayan buscado a su fallo, el criterio conforme al cual ninguna norma de la jurisdicción internacional prohíbe las declaraciones de independencia, abre un horizonte de cinismo desolador: la independencia es fruto de un acto de fuerza triunfante, no de legitimidad jurídica de ningún tipo. Decir frente a eso, como lo ha hecho la señora De la Vega, que «es irreal comparar la situación de España con la de los Balcanes» es una simpleza, sí, aunque sólo fuera por el principio elemental de que comparable con otra es cualquier cosa, y la disyunción o incompatibilidad sólo pueden establecerse tras haber comparado conforme a criterios claros de similitud y diferencia. Pero hay algo más grave que esa simpleza, algo que horada su retórica: lo que la vicepresidenta calla. Y eso que calla es lo más obvio al leer el fallo: la certeza —la literal certeza— de que no hay territorio alguno al cual no pueda ser extendido un criterio como ese que establece que «ninguna norma de la jurisdicción internacional prohíbe las declaraciones de independencia». Ni en la antigua Yugoslavia, ni en la presente España. Ni en ningún sitio.

En los muy medidos —pero no tan convincentes— términos de la Administración americana, lo «único» que establece la sentencia de La Haya es que la declaración de independencia de Kosovo «no violó ninguna ley internacional». Que esa independencia fuera promovida por una mafia a la cual la Interpol, el Observatorio Europeo sobre las Drogas y el informe encargado por Clinton a Robert Gerbald responsabilizaban del tráfico de la heroína afgana en Centroeuropa, nada modifica. Nada modifica, que el gobierno estadounidense la incluyera en su listado de organizaciones narcoterroristas hasta el año 1998. A partir de la proclamación de la independencia, esa banda y el Estado kosovar son lo mismo. ¿Merecen más remilgos los tan convencionales nacionalistas catalanes que los gánsteres homicidas de la UCK? Lo igual se dice ciertamente sólo de lo distinto.


ABC - Opinión

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