lunes, 26 de julio de 2010

El patrón del Estado español. Por Ignacio Camacho

Matamoros y patrón de España: una celebración fastidiosa para un gobernante posmoderno.

NO estuvo el presidente en Santiago, claro, cómo iba a estar: una incómoda fiesta religiosa en torno al mito atávico de un santo políticamente incorrecto, de una triple y ominosa incorrección incompatible con el discurso progresista. De un lado, la leyenda del Matamoros, un oprobio en toda regla para la Alianza de Civilizaciones; de otro, los ribetes vaticanistas y episcopales del Xacobeo con el riesgo de una homilía cargada de alusiones; y por último, el patronazgo de ese concepto llamado España, la nación discutida y discutible, el eterno epítome de la desavenencia identitaria. Una celebración definitivamente fastidiosa para un gobernante posmoderno. Si al menos se tratase del patrón del Estado español y de la nación de naciones podía haber ido a escenificar una acción de gracias por la década prodigiosa de su esclarecido liderazgo, o a endilgar una versión laica y actualizada del Camino como lugar de encuentro de identidades plurales. Pero ante el Matamoros, hay que entenderlo, se le debe de hacer muy cuesta arriba la liturgia. Y para botafumeiroya le sobra con el de sus adictos de cámara, pelotas del poder y demás obsequiosos escanciadores de incienso.

Así que no fue. Le dejó el marrón a Pepe Blanco, adecuado ministro de jornada en su condición de cristiano y gallego. Para el discurso institucional ya estaba el Rey, que se sabe el papel y el protocolo y lo ejerce con mano experta, tacto delicado y sensibilidad histórica. El Rey es un hombre de otro tiempo que aún cree en la fuerza de la espiritualidad y domina los ceremoniales simbólicos de la vieja España, y como tiene la obligación de ser neutral no puede señalar responsabilidades directas. El ausente se ahorró el trago de escuchar cómo Su Majestad le pedía al Apóstol, con la retórica votiva al uso de la tradición, que ilumine a nuestra dirigencia política para sacarnos del atolladero de la crisis y de la barranca del sectarismo. Ante una clase política que sólo se guía por las luces cortas de las encuestas y no conoce otra luz que los halógenos de la demoscopia, el ruego real tiene que ver, más que con una profesión de fe, con una infinita esperanza en los milagros.

La presencia casi en solitario del Rey, apenas arropado por autoridades locales, quedó ayer en Compostela como la ultima ratiovisible de España, la antigua nación que durante siglos fue articulada por el tránsito peatonal de los peregrinos a través de la ruta jacobea. Sin dirigentes nacionales a su alrededor, la Corona elevó ante el Santo la plegaria por una política tolerante y sensata. En nombre del pueblo, creyente o no, que sufre la carencia de una gobernanza juiciosa y un rumbo equilibrado. Fue el Rey el que habló ayer de solidaridad entre territorios, de cohesión social y de respeto a la Constitución. Ante el patrón de España, esa cosa difusa e indeterminada sobre la que nunca acabamos de ponernos de acuerdo pero de la que no podemos apartar, como pedía Blas de Otero, el cáliz de la discordia.


ABC - Opinión

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