jueves, 4 de marzo de 2010

El autofundamentalismo de Zapatero. Por Valentí Puig

ADENTRARSE en las asperezas de la recesión económica no aproxima el PSOE al pragmatismo necesario; al contrario, le reinstala al menos aparentemente en las inercias anacrónicas de una izquierda propensa a una política exterior de mitos, a la ideología ultralaicista y a la acomodación al sindicalismo. Para la economía, sólo medidas de quita y pon, rectificación tras rectificación. Si la estrategia de la «memoria histórica» fue un desmentido de los consensos de 1978, el intento de emboscar a la oposición en unos pactos tan sólo escenográficos reproduce la vieja animadversión al reformismo político.

En realidad, ¿cómo definir la fase actual del PSOE? No es postsocialdemócrata, ni tan siquiera socialdemócrata. Ni reformista. Asume rasgos de nueva izquierda anticapitalista, sigue en el antiamericanismo a pesar de haber orado con Obama, lanza torpedos contra el sentido económico-empresarial, diverge en lugar de converger porque casi nada hay en común entre lo que hace Patxi López en el País Vasco y lo que hace José Montilla en Cataluña. Hay que empeñarse mucho en el juicio de intenciones para saber si el PSOE es lo que parece o si sólo hace lo que parece que hace porque todavía busca fidelizar un electorado joven, en frentes radicalizados. Zapatero, sin duda, lo llamaría voto idealista, a sabiendas de que en momentos políticos y económicos como los actuales el idealismo y la hipocresía andan embarullados.


Síntomas varios apuntan a la hipótesis de un inmovilismo general del zapaterismo. Es la única alternativa a las estampidas que provoca el pánico político. Truncada la evolución del felipismo, ¿qué representa el zapaterismo? Es algo muy personal, prácticamente intransferible, un mensaje unipersonal de salvación, la mera gestualidad como respuesta al SOS de una crisis, el poder por el poder que no afronta el deber público de asumir un riesgo de impopularidad cuando lo requiere el bien común. Zapatero no es maniqueo, sino ambivalente. Por eso, entre tantos de sus cálculos, no aparece la posibilidad de ser riguroso con la economía, arriesgarse a una huelga general que quizá fuese pólvora mojada y recuperar votos de centro en su día, porque el electorado no es racional ni irracional, sólo es humano, sobre todo humano, afortunadamente humano.

Entre el inmovilismo y las pulsiones de improvisación, el vacío es muy determinante. Es como una tierra de nadie en la que operan los mercados, el euro, la economía real y la sumergida, el sálvese quien pueda de una sociedad que desconfía y se desvincula. De una parte, comisiones y documento tras documento; de otra, la sospecha, el desgobierno. Historiadores como Niall Ferguson describen los grandes poderes como sistemas complejos, de muchos componentes asimétricos que asemejan su construcción más a la de una termita que a una pirámide egipcia. El símil es aplicable a lo que está ocurriendo en España. Son sistemas que pueden actuar con estabilidad por un tiempo, reequilibrándose, hasta que de repente entran en fase crítica activada por un factor de apariencia menor. Dicho de otro modo: la acción de gobierno de Zapatero ha llevado su frivolidad hasta el extremo de introducir elementos tóxicos en el sistema político-económico, sumando de esta manera más factores endógenos a lo que según el manual de La Moncloa era una crisis estrictamente exógena generada por la codicia norteamericana, la prensa económica anglosajona, Honduras, el neoliberalismo, el Vaticano y Aznar. En estas cosas, Zapatero es simplemente un fundamentalista de sí mismo.


ABC - Opinión

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