miércoles, 24 de febrero de 2010

La soledad de Neira. Por Gabriel Albiac

ES como si todo el envilecimiento de la España en la cual vivimos se hubiera condensado en un solo punto.

Y le hubiera tocado a Jesús Neira pagar el precio. No se perdona a aquel que, al atenerse a normas dignidad moral básicas, nos muestra a todos, como un agrio espejo, hasta qué subsuelos fue tragada nuestra dignidad moral. Mejor romper el espejo. Eso empezaron a hacer, desde el primer día, los televisores. Eso consuma un juez ahora. Aquel en cuya perseverancia se hace presente todo cuanto fuimos incapaces de salvar del colectivo naufragio, debe ser destruido. No lo logró la agresión física. Sólo casi. Puede que la agresión moral sea más eficiente.

Porque, en el inicio de este drama, hay algo que nuestros padres o abuelos hubieran juzgado elementalísimo. Ni siquiera corajudo o ejemplar. Elemental, sí, en el más alto grado. Alguien agrede a alguien en la vía pública. A la vista de todos, como lo más normal, el fuerte maltrata al débil. Que se trate de un macho y de una hembra de la especie es secundario. Esta historia trata del intemporal placer que la bestia humana extrae de humillar, de infligir daño. No es enfermedad ni azar. Es la horrible condición humana. La que traza su raya coherente, desde el linchamiento del niño «raro» en cualquier patio de colegio hasta el masivo exterminio de «sujetos raros», en el cual el siglo veinte ha mostrado su virtuosismo más alto. Sé que duele decirlo, porque es sin remedio doloroso mirarse ante el espejo y no cerrar los ojos, pero nadie ha dado de esa tragedia humana razón más justa y fría que el Sigmund Freud de después de la Gran Guerra: «llevamos el placer de matar en nuestra sangre». Ser animal predador y hablante, amar la muerte y poseer inteligencia para planificarla, es una condición de la cual tal vez sólo los pocos narradores de los campos de exterminio han sabido dar razón. La especie humana de Robert Antelme debiera ser el único obligatorio libro de texto en los parvularios de después del siglo veinte. Aunque siembre nuestras noches de pesadillas. Mejor la pesadilla que ciertas realidades.

Neira erró. Pensó, al defender al más débil (la más débil) del más fuerte que ése era el fundamento de cualquier sociedad. Eso han pensado todos cuantos, en la edad moderna, vieron la ley como sabio artificio que reduce fuertes y débiles a un solo criterio constrictivo. Erró. Porque puede que la ley siga existiendo. Pero es muchísimo más dudoso que exista la ciudadanía. Y Neira estuvo solo. Solo sigue. Es lo que de verdad da miedo en esta historia. Que, frente a un animal que exhibe su placer predador en público, nadie moviera un dedo. Salvo Neira. Y que, cuando la bestia humana proyectó su placer de herir sobre aquel que lo cuestionaba, ni un solo dedo fuera movido por nadie para detenerlo.

Neira erró. Pensó, al defender al débil agredido (agredida), contar con su comprensión al menos. Pero el siervo (la sierva, en este caso) anhela más que nada la crueldad del amo. Y Neira fue su espejo. Y, para no odiarse a sí misma, tuvo que odiar a Neira. Y ese odio no se extinguirá jamás. Sin él, lo que la sierva vería cada día ante el espejo le sería demasiado repugnante.

Erró. Eso le dice el juez. Ahora. Y hubiera podido el juez citar al gran Étienne de la Boétie, que en los hondos confines del siglo XVI escribió las páginas definitivas sobre este espanto de ser un bicho humano: anhelo de servidumbre. «La libertad, los hombres no la desean. Bastaría con desearla para tenerla». Y, sí, claro que tiene razón Neira. Este país sólo deja en el alma de los hombres libres un desesperado deseo de huir de él. Y de olvidarlo.


ABC - Opinión

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