viernes, 24 de octubre de 2008

Romper al PP. Por Javier Orrico

Con la paciencia y la tenacidad silenciosa de un miniaturista, y la doblez sibilina de un Fouché, Zapatero va encajando las piezas de ese puzzle que hace varios años llamé Zetapaña, la España diseñada en el Pacto del Tinell. Lo que allí se prefiguró fue -para recordatorio de quienes desearían que la crisis nos conduzca a una amnesia general-, ni más ni menos, una España con un núcleo central de regiones llamemos españolas, destinadas a permanecer como meros mercados cautivos de aquellas otras que fueran afectas o hubieran sabido dotarse de partidos-chantaje, las cuales sostendrían al Gobierno central a cambio de la consolidación de sus privilegios. Es un diseño medieval, feudal, más que propiamente confederal, en el que un ‘Primus inter pares’, el primero entre sus iguales (de ahí la escenografía de la Conferencia de Presidentes), el rey ZP, se apoyaría en sus caciques, duques y condes, según su categoría, y a cambio les concedería fueros e impuestos. Un do ut des, te doy y me das, que es el esquema sobre el que ha funcionado la España de estos últimos cinco años.

En su primera formulación, sin embargo, el zapaterismo se limitaba a la formación de tripartitos en las comunidades con nazionalismos fuertes, que a cambio garantizaban con sus votos la exclusión de toda posibilidad de alternancia democrática. Eso era lo que el PSOE buscaba reforzar en sus negociaciones con la ETA: formar otro tripartito con Batasuna y los fantasmas de Llamazares que van quedando. Y fue seguramente a raíz de la reacción de muchos españoles contra toda esta infamia (reacción que pretendió articularse alrededor de un PP que parecía pusilánime pero sincero), y que se simbolizó en la presión para impedir otro tripartito en Navarra, cuando ZP decidió ampliar su táctica, propiciar otros regionalismos para consolidar la estrategia original: aplastar al PP, aun cuando ello supusiera la desigualdad entre los españoles, la ruptura de la concordia o el desistimiento democrático de media nación.

Naderías para un individuo cuyo motor es mucho más poderoso: el odio, ese que a veces se apodera de sus ojos de vidrio, un odio astifino y fascinante en su hondura; y la venganza, la satisfacción de un resentimiento cultivado con mimo durante cuarenta años de fingimiento y rumia. Hay que recordar lo que decían de él en León: ni una mala palabra, ni una buena acción.

Ahora cuenta, además, con la colaboración de un PP que, tras la derrota de marzo, ha creído que su alma ‘autonomista’, la de Fraga, Matas, Piqué, Arenas, Feijóo, Basagoiti, Herrera y Camps, aliada a la de un Gallardón sin alma, es la única que puede conducirle de nuevo al poder.

Sólo así pueden explicarse la inmolación de María San Gil y el nombramiento de Cospedal, inconcebible incluso para jugar a las dos barajas (como ZP) que podía haber sido su excusa, pues lleva a primer plano la contradicción entre todo lo que había sido el discurso oficial del PP hasta ese momento, la idea de una nación de todos, sin feudos ni garitas; y ese ‘nuevo’ PP que no es sino todo lo peor de sus gobiernos regionales ascendido a categoría.

Poner a Cospedal ha sido poner a la taifa a sostener a España. La posición de Cospedal supone acabar con el discurso del “Agua para todos” y llevar al PP a defender un trasvase Tajo-Guadiana, nuevo, y destinado al ladrillo al amparo del AVE, destruyendo los derechos del Tajo-Segura con casi treinta años de vigencia y miles de millones pagados por los agricultores. ¿Alguien puede explicar por qué los españoles del Guadiana tendrían más derechos que los del Segura, cuando el agua llegó al Sureste años antes incluso de que existiera Castilla-La Mancha? No es el Tajo lo que defienden, sino un trasvase en lugar del que ya existe. Algo parecido a un robo en toda regla.

Y entonces rebrotó SanZ. Me refiero al presidente de UPN, el monigote que ZP ha usado como cuña para comenzar una ruptura del PP que podría no tener ya fin, garantizándole al Pzoe la eternidad. Si Rajoy no lo fulmina, y parece que ya está templando gaitas, nunca mejor dicho, la puerta de la estampida estará abierta para todos. Los gobiernos regionales tendrán legitimidad para entenderse con el PSOE a capricho. Si, por el contrario, aún rompiera con él, perdería Navarra, cuyo próximo gobierno sería del PSOE más lo que quedara de UPN, pero habría mantenido la decencia y una posibilidad de ganar.

Sanz encarna el efecto perverso del Estado de las Autonomías, la creación de castas con intereses limitados al condado, a un paso, por tanto, del regionalismo, que Zapatero ha sabido azuzar contra un PP que había ido incubando a sus renacuajos con esa habilidad con la que Rajoy sabe siempre mirar hacia otro lado. Para ello, ZP ha utilizado todo, de la amenaza al soborno o el agravio selectivo: distribuye los presupuestos y el AVE para comprar a Sanz, halagar a Herrera, ir penetrando en territorio de Camps, ignorar a Valcárcel y cercar a Esperanza Aguirre. Es una antología de la cizaña, del intento de enfrentar y romper alianzas como la de Valencia y Murcia (cuando conceda el Ebro -que ya ha llevado desvergonzadamente hasta el límite- sólo a Castellón), o presentar a Madrid como el obstáculo para que el PP prospere.

Si consigue que el enfrentamiento interno y la decepción cundan en los barones regionales; si logra con sus trampantojos atraerlos como ha hecho con Sanz a su propia guillotina; si con regalos y malicia, como la auténtica Eva de Mankiewicz que es el muy felón, hace que caigan presos de patas en esta guerra del agua que él abrió y terminará ganando gracias a la indefinición de Rajoy; si, en fin, lograra, por ejemplo, que regiones desesperadas se echaran en brazos de un regionalismo falsamente salvador, y añadir así muescas a sus feudos, según el modelo ya experimentado con el tontucio de Revilla, y ahora con Sanz, entonces sí que podremos decir adiós a España porque el virus imparable de la desvertebración nos devorará. Y cuando ya todo sean reinos, Zapatero imperator.

La política española me recuerda cada día más “El ángel exterminador”, del maestro Buñuel. Aquella película que entonces, a los dieciséis años, no entendíamos, pero que nos dejaba absortos. Hoy ya la entiendo: el exterminador es ZP y los corderos del final son los barones del PP creyendo que alguna vez serán el ángel.

No fueron, pues, Alberto Garre y Arsenio Pacheco, los diputados murcianos que votaron contra el Estatuto manchego, ni Jaime García Legaz, con su escapada, los traidores al PP. Pacheco y Garre son los únicos que no se han movido. Que sancionen a todos los demás. A ver si va a resultar que ahora los que no salen en la foto son los que no se mueven.

El Blog de Javier Orrico

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