martes, 28 de noviembre de 2006

El asunto Redeker y la herida de la libertad

C’s# : Le Figaro publica un artículo de Alain Finkielkraut sobre el profesor Redeker, obligado a vivir escondido, cambiando de domicilio cada dos días y acompañado permanentemente por agentes de la seguridad francesa. Sobre él pesa una fatwa. ¿El motivo? Haber criticado el islam en sus vertientes más intolerantes durante sus clases de filosofía ante un público adolescente y haber publicado un artículo donde denuncia lo que él considera las incompatibilidades entre la libertad, la razón y ciertas partes del Corán.

Francia era el país de Voltaire, pisando lo Infame. No sólo era eso, felizmente, pero también lo era. En estas semanas que han pasado, me he preguntado con ansiedad si no se había convertido Francia en un país donde lo Infame podría pisar a Voltaire, como si nada o, en cualquier caso, con circunstancias muy, muy atenuantes.

Por haber denunciado, sin guantes, la violencia del islam, el filósofo Robert Redeker ha perdido la libertad de enseñar y la de ir y venir. Amenazado de muerte por fanáticos sin fronteras, vive protegido, es decir preso.


Este secuestro espantoso, esta amenaza internet, esta intimidación de la vida del espíritu, esta afrenta sin precedentes a la soberanía nacional han suscitado, es cierto, algunas reacciones, pero reacciones molestas, reacciones tímidas, un apoyo a media voz al hombre perseguido. Se le ha defendido pero haciendo ascos. Todo el mundo o casi ha repetido que la libertad de expresión era un derecho imprescriptible, pero el primer reflejo del ministro de Educación nacional, seguido poco después por su colega de Cultura, fue recordar a ese efervescente funcionario su deber de reserva, mientras la Liga de Derechos humanos juzgaba sus ideas “nauseabundas”, el diario satírico “Le Canard enchaîné” le discalificaba gravemente y el islamólogo Olivier Roy escribía en la revista Esprit que “no se puede distinguir entre un racismo malo (el antisemitismo del humorista Dieudonné) y uno bueno como sería el de Redeker”, añadiendo en declaraciones al diario Libération que “quienes se divierten buscándole las cosquillas a la fatwa” no deben sorprenderse por las reacciones que genera su cretina provocación. En cuanto al periodista y escritor Gilles Martin-Chauffier, ha desfogado su repugnancia escribiendo esto: “Hay que hacer gala de una falta de honradez intelectual sorprendente para firmar una crónica con tanto odio como la de Robert Redeker. Y es escupirle a la cara de la libertad de pensamiento el tomar la defensa de ese tontito que sólo piensa en abrir las puertas de los grandes editores”. Con el propósito de no echarle más leña al fuego, se ha echado, a manos llenas, el descrédito sobre quién sembró la discordia.

Menos de un año después del asunto de las caricaturas, no han encontrado nada mejor que reprocharle eso, incurrir en la caricatura. Pero ya está bien, ha llegado la hora de liberar el sí a Redeker, del “pero” que lo traba, lo asfixia y finalmente lo amordaza. Si no queremos que se instaure en el espacio público el reino de la autocensura, nuestro apoyo debe ser incondicional. No hay peros que valgan, pues esos peros nos llevarían mañana a eliminar de las librerías y de las bibliotecas obras tan islámicamente incorrectas como Al límite de la fe de Naipaul o Tristes Tropiques de Levi-Strauss.

¿Es pertinente la crítica del islam esbozada por Redeker? No la invalida, en cualquier caso, el hecho de querer castigar con la muerte, en el nombre del Corán, a quien afirma que el Corán es violento. Y aunque no fuera así, su argumento no es racista, al contrario de lo que dicen Olivier Roy, la dirección actual del Mrap-Movimiento contra el racismo y por la amistad entre los pueblos y los movimientos de vigilancia armada, para que caminemos bien derechitos, y del garrote de la lucha contra la islamofobia. Redeker ne se mete con una comunidad, denuncia lo que considera que es la intolerancia y el belicismo de una doctrina. A las mentes deseosas de justicia social, indignadas por su vehemencia porque esta doctrina es la religión de los pobres, recordemos que la misma lógica compasiva le hacía decir a Sartre, durante la glaciación estalinista: “ser anticomunista es ser un perro”. Si queremos impedir la victoria de lo Infame, hay que acabar con la idea según la cual aquellos que llevan la marca de fábrica del dominado, del condenado, son incocentes aunque sean culpables, y que los que “dominan” son culpables aunque sean inocentes.

Y además, se olvida demasiado a menudo: la libertad de expresión no es una sinecura. Ese derecho humano no es sólo mi derecho. El hombre, soy yo, pero no es sólo yo. El hombre también son los otros hombres y su insoportable derecho a decir cosas que no tengo ganas de oir, cosas que me ponen nervioso, que me asustan, que me hieren, que me abruman, qui me despellejan, que me causan dolor. En una sociedad abierta, ninguna convicción es soberana, por ese motivo todas viven con la ira. “Mi libertad no tiene la última palabra, no estoy solo”, escribe Emmanuel Lévinas.

Sin duda por ello es tan frágil la libertad de expresión. Hay gente que tiene ganas de estar sola o, más exactamente, de estar sólo ella. Nos incumbe inhibir ese deseo, vencerlo en nosotros y fuera de nosotros. Es visiblemente una cuestión de vida o muerte.

Alain Finkielkraut, filósofo. Le Figaro, 27-11-2006
(traducción del francés: Dante Pombo de Alvear)
Versión original aquí

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