jueves, 24 de marzo de 2011

Gente de cercanías. Por M. Martín Ferrand

En el Congreso, como si no hubiere asuntos de mayor enjundia y urgencia, se dedicaron a dar la vara con el uso de sus idiomas regionales.

POR alguna razón que se me escapa, y a la que posiblemente no sea ajena la condición dominicana de su madre, Alejandro Dumas, tan genial como atrabiliario, tenía en baja consideración las cosas y los hombres de España. En su monumental Diccionario Gastronómico nuestra cocina queda mal parada y de nosotros decía que somos «gente de cercanías». Es una torpe generalización si se consideran los personajes españoles que han ensanchado el mundo para descubrirlo, conquistarlo, catequizarlo o, en contradicción con el padre de Los tres mosqueteros, acercarlo a Madrid y hacerlo propio; pero, en líneas generales, es cierto. Tenemos la costumbre de mirarnos el ombligo y despreciar, sin verlos, los ombligos ajenos. Es el caso de Montserrat Surroca, Aitor Esteban y Joan Tardà, tres padres de la patria española, que no han conseguido desprenderse el pelo de sus respectivas dehesas. Gente de cercanías.

En el Congreso, como si no hubiere asuntos de mayor enjundia y urgencia, se dedicaron a dar la vara con el uso de sus idiomas regionales —idiomas españoles— y, en desacato al castellano y a la Ley vigente, se soltaron parrafadas más propias de los Parlamentos catalán y vasco, incluso del Senado, que de la Cámara en la que debieran ejercer la función representativa de todos los españoles. José Bono, pastelero mayor, les dejó explayarse y consintió un desmán menor, pero significativo por lo que tiene de ignorancia sobre el sentido del gran escenario legislativo nacional. «No quiero, dijo Bono, que pueda decirse que aquí (...) se limita la libertad de nadie». ¿Incluso cuando esa libertad quebranta la Ley e irrumpe en las libertades de los demás?

No es cosa de arrimarle la lupa a los lagartos, como hacía Baura, para ver en ellos al dragón; pero bien pudiera servirles de lección a los citados diputados el entendimiento más universal y menos pueblerino que hoy se lleva por el mundo. La semana pasada nos visitó Mischa Maisky, discípulo predilecto de Rostropovich y, posiblemente, el más notable violonchelista del momento. Maisky, israelí de origen, es teutón de nacimiento, estudió en Moscú y, como él se define, «toco un chelo italiano, con arcos franceses y alemanes, cuerdas austriacas, mi hija nació en Francia, mi hijo mayor en Bélgica, el mediano en Italia y el pequeño en Suiza; conduzco un coche japonés, llevo un reloj suizo, un collar indio y me siento como en casa en cualquier lugar en que la gente disfrute la música clásica». Si Maisky fuera de cercanías, como le parecimos a Dumas y lo son algunos de nuestros diputados, no hubiera sacado los pies del Báltico y sus conciertos serían de ocarina.


ABC - Opinión

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