sábado, 5 de marzo de 2011

El poder de la estupidez. Por Tomás Cuesta

Un país en ascenso es aquel en el que opera un número insólitamente alto de personas inteligentes.

LAS primeras ordenanzas marítimas definían el zafarrancho como una coreografía de combate consistente en que quienes estuvieran a babor corrieran con petates, mosquetes, sables y pertrechos a estribor mientras quienes anduvieran por estribor tenían que dirigirse veloces a babor. Lo mismo de proa a popa y de la cofa a la bodega, de modo que cada tripulante de la embarcación debía ocupar a la mayor brevedad posible las antípodas del punto donde se encontraba antes de la orden. El despliegue debía ser imponente, el efecto, nulo en el mejor de los casos. No obstante, el procedimiento se ha transmitido de generación en generación y ha sobrepasado el contexto naval para asentarse como táctica administrativa y estrategia política.

Sin ir más lejos, el contramaestre Rubalcaba dirige un zafarrancho gubernativo que consiste en que cada ministro largue de todo aquello que le resulta ajeno al tiempo que Zapatero reivindica el fantasma del capitán Lozano a cuenta del fantoche del coronel Gadafi y glosa las virtudes de un sistema en el que un tipo como él puede llegar a presidente. Incapaz de disimular la sorpresa que eso le provoca, se entrega a la fabulación de bendecir revueltas. En Francia y en Marruecos, en Washington y en Berlín tampoco salen de su asombro ante la reencarnación hispana del aventurero Simplicissimus, directamente inspirado por el Lazarillo de Tormes y capaz de sobrevivir en cualquier circunstancia y en todos los bandos con el telón de fondo de la Guerra de los Treinta Años.


En el entreacto del viaje a ninguna parte en avión oficial, la patera nacional enfila la tormenta perfecta del colapso energético a fuerza de remos y candil, de galeotes y de luminarias. A la caña, («¡Dales caña!») el vicepresidente faisandé capea las embestidas del Plan Merkel mientras el armador boquea arbitrando un Plan Marshall y la tripulación de espectros de un buque derrelicto procura soltar lastre y mirar hacia otro lado. Convertido el Consejo de Ministros en un punto de fuga en el que se avizoran el camarote de los hermanos Marx y la camareta de oficiales del Titanic, la desbandada es general, el caos es modernísimo —o sea, matemático— y el sálvese quien pueda es, de aquí a mayo, el único objetivo definido, nítido e irrenunciable.

Carlo Maria Cipolla (pronúnciese Chipola para atajar las agudezas con la rima de los romos mentales) aquel sabio italiano que recopiló y divulgó las leyes esenciales de la estupidez humana, consideraba que la fortuna de las naciones dependía del porcentaje de individuos competentes o incompetentes que estuvieran instalados en el puente de mando. Un país en ascenso es aquel en el que opera un número insólitamente alto de personas inteligentes que mantienen controlada a la fracción inevitable de beocios e ignaros. En los países en decadencia, el esquema es el mismo, mas los acontecimientos fluyen en sentido contrario. Nos asomamos, pues, al revés de la trama. El porcentaje de cenutrios no varía un ápice, pero su encaje en el inmenso puzzle del poder es inversamente proporcional a sus capacidades. Si los estúpidos medran —concluye el gran Cipolla— es porque en torno a ellos florecen los incautos.

En definitiva, que así nos luce el pelo (y al señor Bono, no digamos).


ABC - Opinión

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