sábado, 22 de enero de 2011

La caja vacía. Por Ignacio Camacho

El Senado ya no es más que una plataforma de acomodo para excedentes de cupo de la oligarquía partidista.

SI no fuese por mascaradas como la de los pinganillos, el Senado pasaría por completo inadvertido a una opinión pública que sigue preguntándose para qué sirve esa institución desde la bienaventurada creencia de que es imposible que no valga absolutamente para nada. En realidad es así: no sirve para nada útil, para nada que justifique su costoso presupuesto, para nada que tenga más sentido que su inexistencia. El Senado no es más que un error de benevolencia de los padres constitucionales, que creyeron que la restauración democrática merecía la solemnidad de un sistema bicameral pero no se atrevieron a restar protagonismo al Congreso otorgando a la Cámara Alta poderes determinantes; los pocos e imprecisos que le atribuyeron han sido limados en la práctica por un sistema político dominado por la oligarquía partidista, que se reserva incluso los escaños de designación territorial para colocar en ellos a sus excedentes de cupo. Como caja de resonancia autonómica, en el supuesto de que eso fuese necesario, no alcanza más que para numeritos de exaltación nacionalista; como órgano de control duplica innecesariamente los debates; como cámara de segunda lectura es inútil, y como instancia de veto está subordinada a su hermana mayor. Podría servir de escenario a comisiones de investigación soberanas, pero tampoco lo permiten los partidos. Por fracasar ha fracasado incluso en su específico método de elección por listas abiertas, que desde el principio han reproducido miméticamente los resultados de las cerradas. El resumen es un vacío sideral, una cháchara hueca, un agujero negro pero muy caro donde sólo resuenan los ecos de alguna farsa sobreactuada como la de la babel lingüística.

De ahí que su reforma, imposible sin la de la Constitución, se haya convertido en un mantra rutinario de los proyectos de regeneración que en España acaban siempre perdidos en el limbo de los deseos abstractos. Los partidos jamás se atreverán a suprimirlo porque hallan en él una honorable —senatorial, ya lo dice el término— plataforma de acomodo para dirigentes amortizados o de segunda línea. Tampoco le darán más poder para que no haga sombra al Congreso. La única solución teórica que han encontrado es la de convertirlo en un foro nacional de las autonomías, sin que nadie sepa exactamente cómo darle forma; podría acabar siendo una herramienta de coordinación legislativa de competencias dispersas, pero eso provoca el recelo de los nacionalismos. En el fondo, la clase política se siente a gusto disponiendo de un inofensivo simulacro de parlamento en el que colocar a la tropa sobrante de su amplia nomenclatura. Cuesta mucho dinero pero esa clase de detalles nunca han preocupado en exceso a nuestra dirigencia.

Ah, eso sí: tiene una biblioteca cojonuda. De las mejores de España. Es una verdadera lástima que tenga tan poca utilidad como el resto.


ABC - Opinión

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