jueves, 13 de enero de 2011

El fin y la derrota. Por Ignacio Camacho

No es el final de ETA lo que esperamos, sino su derrota. No da igual el modo en que termine el terrorismo.

EL terrorismo está perdiendo su batalla en casi todos los frentes pero aún hay uno en el que conserva toda la ventaja, que es el del lenguaje. A base de subvertir las palabras, los terroristas han creado una superestructura de conceptos que la sociedad asume con naturalidad alarmante. El último de ellos —tras consolidar el significado espurio de términos como «alto el fuego», «activista», «conflicto» o «lucha armada»— es el que viene a sustituir la idea de derrota por la de «fin de la violencia», que sugiere un epílogo más bien voluntario de la actividad criminal, a medio camino entre el pacto de igual a igual con el Estado y una especie de decisión generosa de los asesinos, que se avendrían a reconsiderar intelectualmente su situación para hacernos el favor de participar en política y perdonarnos de paso la vida.

El propio presidente Zapatero interiorizó ayer esta perversión conceptual al proclamar, ante un grupo de víctimas, su feliz convicción de un «final» en el que el sufrimiento pase a la Historia. Por bienintencionada que sea, esa clase de esperanza supone la asunción de un cierto conformismo que puede acabar dando por buena cualquier solución capaz de extinguir la amenaza. Y eso sería un error estratégico y, sobre todo, un fracaso moral y político. No es el fin de ETA lo que esperamos, sino su derrota. Y precisamente porque ha habido muchas víctimas cuya dignidad ha servido para sostener la resistencia, no da igual el modo en que termine la pesadilla.

La derrota del terrorismo tiene, al menos, tres premisas esenciales. Una, la rendición incondicional de ETA, su disolución a cambio de nada, sin beneficios penitenciarios ni gracias penales. Dos, la expresión pública de arrepentimiento y la petición de perdón a las víctimas. Y tres, la reparación moral y económica de sus crímenes, que incluye el cumplimiento de las penas, la entrega de los prófugos a la justicia y una cierta cuarentena política del brazo civil de los terroristas. Sin eso —como mínimo— no hay final aceptable que no sea ignominioso ni se puede admitir ninguna clase de reconversión democrática del entorno etarra, que tendrá que esperar el tiempo necesario para que la sociedad española cicatrice las profundas heridas causadas por el delirio de sangre. Después de tanto tiempo y de tanto dolor, somos nosotros, los ciudadanos, lo que hemos de imponer las condiciones. Primero justicia, y después, si acaso, clemencia. Pero la justicia ha de ser larga y cumplida.

Ése es el único final posible. Sin atisbo de resignación ni tentaciones abreviacionistas. Sin atajos ni vistas gordas. Sin paliativos pragmáticos. La paz —ni siquiera la pazzzzzzz, ¿se acuerdan?— no se puede malversar con eufemismos. Ahora ya no se habla de paz sino de fin, pero es el Estado de Derecho el que ha de elegir el momento de usar esa palabra. Y los términos en que se defina su significado.


ABC - Opinión

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