lunes, 20 de diciembre de 2010

Vergara. Por Ignacio Camacho

La expectativa de un comunicado etarra es por sí misma una cesión de poder que otorga ventaja al terrorismo.

NO deja de ser triste la constatación de un Estado a la expectativa de un comunicado prenavideño de ETA. Esa cierta esperanza sotto voce, esos off the record ministeriales, esas idas y venidas de intermediarios, esos tejemanejes de Txusito, esas miradas de soslayo al móvil, esos reporteros americanos de safari étnico en el País Vasco, esos intentos más o menos camuflados de obtener la inclusión en la prosa terrorista de tal palabra o cual concepto. Todo ese ajetreo oficioso de inminencias y rumores constituye en sí mismo un éxito político del terrorismo, convertido en interlocutor razonable de una esperanza por más que el lenguaje oficial disimule su desazón con la retórica preventiva del escepticismo. El Gobierno, el nacionalismo y los independentistas llevan semanas pendientes del oráculo etarra, y esa escucha proactiva otorga a los encapuchados la solemnidad de un reconocimiento que legitima como un éxito incluso su eventual anuncio de disolución o retirada. Los vuelve a convertir en protagonistas de un proceso en el que no deben ni pueden tener otro papel que el de, en el mejor de los casos, prófugos de la justicia.

Asfixiado por la crisis económica y financiera, el zapaterismo sueña con un nuevo abrazo de Vergara que no sería sino una victoria política del terrorismo. Incluso en la hipótesis de una capitulación si ésta fuese acompañada del desistimiento de la acción judicial pendiente, de la acomodación de las penas, del establecimiento de una cierta impunidad a cambio del final del delirio aventurero de la sangre. De todo lo que, de un modo u otro, explícita o implícitamente, forma parte de esta especie de no-negociaciónen la que se ultima la conversión de ETA en un partido legal. Un presunto final feliz en el que quedaría pendiente la exigencia de responsabilidades y, por tanto, el único resarcimiento posible de las víctimas que han soportado con su sufrimiento intransferible la lucha moral y física de todos estos años de plomo.

Llegue o no llegue ese momento, su simple expectativa representa una derrota del Estado y un éxito de ETA, que ahora no necesita matar porque ha recibido el privilegio de elegir el momento en que dejar de hacerlo. Aunque el Gobierno no cometa ya los errores tácticos de la primera legislatura y cumpla con celo su obligación de apretar el cerco policial, el mero debate sobre la posibilidad de reconversión política del terrorismo constituye un logro que fortalece su estrategia de erigirse en núcleo de la vida vasca. Se le ha concedido la prerrogativa de decidir sobre su propio futuro, y se le amplía con esta alerta oficiosa de su próxima entrega discursiva, a la que seguirá un minucioso escrutinio de su farragosa terminología. Esa tensa espera del comunicado es por sí misma una claudicación, una cesión de poder que le da ventaja incluso en la improbable hora de su desistimiento.


ABC - Opinión

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