viernes, 31 de diciembre de 2010

Los años no tienen la culpa. Por Ignacio Camacho

España tiene un severo problema de dirigencia, una crisis política superpuesta a la crisis económica.

«Vendrán más años malos
y nos harán más ciegos»

(Rafael S. Ferlosio)

CUANDO acabó de pasar 2009 con su aciago equipaje de desempleo y recesión, el veinte diez apareció como un resquicio de esperanza. Hoy contemplamos el año que rinde como una demostración empírica de las funestas leyes de Murphy: toda situación negativa es susceptible de deteriorarse más, sobre todo si se aplican con eficacia las medidas necesarias para que empeore. En ese sentido hemos hecho de forma concienzuda los deberes, de tal manera que para el próximo ejercicio cabe esperar fracasos accesorios y nuevas calamidades; el tránsito de 2010 nos ha vacunado contra el optimismo.

La crisis ha mutado como un virus con cepas nuevas que atacan las cada vez más débiles defensas del sistema. Al desplome inmobiliario, la zozobra financiera y el estancamiento económico ha seguido un desajuste fiscal y un grave apuro de deuda pública que han situado al Estado al borde de la quiebra. La frívola minusvaloración política del carácter estructural de la recesión ha desembocado en un colapso; simplemente el Gobierno no comprendió el alcance de la situación que tenía delante y ha quedado desbordado por la crudeza de los hechos. Ahora que acaso la haya entendido carece de autoridad y de liderazgo para afrontarla. La opinión pública permanece instalada en un clima de pesimismo y de desconfianza una vez que se ha dado cuenta de que, además de las dificultades estructurales, el país tiene un severo problema de dirigencia.


Los años no son por sí mismos felices ni funestos, afortunados ni lúgubres; son como nosotros hacemos que sean. Si el 2011 se presenta sombrío es porque a los aprietos socioeconómicos se superpone en España una penosa crisis política que complica sobremanera el hallazgo de salidas viables. El escenario institucional está agrietado por el sectarismo, la clase dirigente permanece enrocada en un desencuentro estéril, el Gobierno ha perdido la autoridad moral y la sociedad civil no encuentra impulso. La estructura de liderazgo ha quedado resquebrajada después de siete años de parálisis funcional y amenaza con venirse abajo por simple efecto de atrofia. Falta pujanza social, eficacia administrativa, competitividad empresarial y generosidad política. Las instituciones se han desarrollado con una hipertrofia inversamente proporcional a su capacidad de respuesta. Y el tejido de dirección pública está desgastado, descosido, raído por la inercia de una mentalidad inadaptada a este tiempo de desafíos que obliga a una profunda revisión de conceptos, de estilos y de ideas.

El desengaño de 2010 y el halo pesimista que envuelve al 2011 no proceden de un signo astral adverso; son la consecuencia inexorable de un largo desfase de estructuras y organización que aboca a España a sufrimientos añadidos. Los años no tienen la culpa, excepto del tiempo que hemos pasado sin afrontarlos con coraje.


ABC - Opinión

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