jueves, 11 de noviembre de 2010

Papelón. Por Ignacio Camacho

La «constatación» de que Mohamed VI es el amo del Sahara representa el punto más bajo desde la Marcha Verde.

EN los treinta años de conflicto del Sahara, aprovechados por Marruecos para imponer su política de hechos consumados, España no ha sabido ni querido enmendar el papelón de su precipitada salida descolonizadora. Antes al contrario nos hemos movido siempre en una suerte de ambigüedad culpable, que el zapaterismo ha ido reconvirtiendo en abierta connivencia con la estrategia marroquí sin abandonar el discurso ambivalente salpicado de mantras de diálogo y multilateralidad. Ocurre que el sultanato, como régimen autoritario que es, resulta poco proclive a las sutilezas y cada vez más a menudo pone a prueba las tragaderas españolas con actos de una brutalidad insoslayable. El asalto a los campamentos de El Aaiún tiene ribetes de pogrom étnico que han provocado incluso la repulsa de la muy proalauita Francia sin que el Gobierno de Zapatero/Rubalcaba sea capaz de manifestarse con el mínimo de energía que requiere la dignidad democrática.

España tiene derecho incluso a ponerse de parte de Marruecos si lo considera positivo para los intereses nacionales, pero lo que no puede hacer es renunciar a su papel de referencia en un problema que como antigua metrópoli colonial le atañe de modo directo. Y eso es exactamente lo que ha hecho este Gobierno: ponerse de perfil con abstractas apelaciones a la calma, inhibirse de sus responsabilidades históricas y actuales y hasta montar el consabido lío diplomático al reconocer primero y «constatar» después —rectificando en horas, como es costumbre— los supuestos derechos efectivos y soberanos de Rabat sobre el territorio saharaui. Hacerlo en pleno escándalo por la inaceptable y violenta razzia de El Aaiún constituye un ejercicio vergonzante de sumisión política y de denegación de amparo.

El zapaterismo aplica en el Sahara su conocido criterio de doble rasero, ese hipócrita embudo moral que determina la consideración de las cosas y los hechos según su adecuación a las conveniencias propias. La legalidad de la ONU vale para desautorizar la guerra de Irak pero no para aceptar el cumplimiento del plan Baker y otras resoluciones que llevan años en el limbo de la diplomacia. Desmantelar a sangre y fuego un asentamiento de refugiados constituye una canallada si la ejecuta Israel pero no merece condena explícita cuando es Marruecos el que la lleva a efecto. Vetar a periodistas y parlamentarios como testigos de la violencia de Estado es pecado mortal para cualquier régimen democrático y pecata minuta si lo decide nuestro amigo el sultán. Nada grave para suspender el solícito interés de la ministra de Exteriores —menudo debut el de MinisTrini— por la maltrecha rodilla de Evo Morales.

La «constatación» de que Mohamed VI es el amo del Sahara representa el punto más bajo del abandono español desde la Marcha Verde. Hasta ahora: tal vez haya ocasión de constatar que podemos hacerlo peor.


ABC - Opinión

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