viernes, 17 de septiembre de 2010

Un español en España. Por Ignacio Camacho

No se puede desaconsejar un viaje de Rajoy a Melilla si ningún ministro ha aparecido allí tras las crisis fronterizas.

EMPIEZA a resultar cansina la sobreactuada indignación de los jerifaltes marroquíes cada vez que una personalidad española visita Ceuta o Melilla, esa enfática actitud de protesta que esta vez, ante el viaje de Rajoy, ha llegado al extremo de considerar una «provocación» el hecho de que un español se desplace libremente por España. Marruecos lleva tiempo arrogándose al respecto una especie de veto de hecho que en la mayoría de los casos ha contado con la aceptación implícita de casi todos nuestros gobiernos y autoridades, presos de un espíritu apaciguador en el que los vecinos olfatean el inconfundible aroma de la pusilanimidad. Zapatero, que puede presumir de haber organizado una visita de los Reyes, ha procurado diluir aquel gesto de firmeza con toda clase de atenciones obsequiosas que sin embargo no han enfriado la presión sino que más bien parecen haber dado lugar a una actitud de arrogancia propia de quien se sabe con la sartén por el mango. La evidente discrepancia entre los dos grandes partidos españoles da alas al sultanato, al que las reclamaciones de soberanía proporcionan de puertas adentro las siempre eficaces coartadas de la agitación nacionalista.

Para convertir esa discrepancia en un consenso imprescindible no basta con pedir a la oposición que se pliegue sin más a la estrategia gubernamental; el consenso se basa en un acuerdo de mutuo acercamiento y en pactos claros cimentados sobre una información compartida. El Gobierno tiene sus razones y sus argumentos pero ha olvidado por completo la sensibilidad de los habitantes de las dos ciudades, españoles a los que mantiene en un aislamiento moral que los convierte en ciudadanos de segunda. No se puede impedir ni desaconsejar un viaje de Rajoy si ningún ministro ha hecho allí acto de presencia —y sí en Rabat— tras las reiteradas situaciones de crisis provocadas por Marruecos, porque en política los vacíos siempre los acaba ocupando alguien si se dejan al albur del vaivén electoralista. Y no habrá modo de disminuir reticencias si los socialistas consideran un gesto de deslealtad ajena lo que deberían estimar un deber propio y si el Gobierno no manifiesta la suficiente contundencia en la defensa del derecho de un líder democrático español a recorrer el territorio nacional en el modo que considere oportuno.

Los síntomas de mala conciencia son signos de debilidad que Marruecos interpreta siempre en beneficio propio. Y así será mientras no comprendamos todos que la delicada situación de Ceuta y Melilla no es un asunto —y un problema— del PSOE ni del PP, sino de España. Y que la discrepancia política es una afortunada consecuencia de la libertad que el régimen alauita no entiende porque jamás la ha permitido.


ABC - Opinión

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