viernes, 3 de septiembre de 2010

Simpáticos y antipáticos. Por José María Carrascal

La política, sobre todo la internacional, no se mueve por ideologías ni sentimientos sino por intereses.

HAY dos clases de políticos, como de personas, los simpáticos y los antipáticos. Entre las personas, siempre preferiremos las simpáticas. Entre los políticos, dan mucho mejor resultado los antipáticos. El político simpático es aquél que cede, transige, se aviene y amolda, lo que en cuestiones trascendentes lleva al desastre, no sólo suyo, sido de aquellos a quien representa. Mientras el político antipático ni cede, ni transige, ni se amolda, no importándole lo que piensan de él con tal de conseguir lo que busca. El modelo de político antipático es Aznar. El de simpático, Zapatero.

Vienen estas reflexiones a propósito de las Memorias de Tony Blair, recién publicadas. Pese a ser socialista como él, a Zapatero le dedica sólo una frase, con aire de cumplido, de compromiso: «líder inteligente». A Aznar, en cambio, le dedica página y media, en las que muestra su admiración por su «dureza como negociador». Como ejemplo pone el que les contaba ayer en ABC Marcelo Justo desde Londres: las negociadores para el Tratado de Amsterdam, en 1997, en las que Aznar exigía que España fuese considerada un «país grande entre los grandes europeos». Tanto Kohl como Chirac, los dos pesos pesados de la Unión Europea, querían dejarla en un rango inferior. Blair trató de mediar, pero Aznar se levantó para decir que «había expuesto sus condiciones y se iba al cuarto de al lado a fumarse un puro mientras decidían si las aceptaban o no». Cuando el premier inglés fue a pedirle flexibilidad invocando la decepción general, se lo encontró, en efecto, fumando y mostrándole los muchos puros que le quedaban todavía. Se ve que por entonces la moda antitabaco no había alcanzado las dimensiones de hoy. En cualquier caso, fueron los demás quienes tuvieron que transigir. Nada de extraño que en las negociaciones de Niza consiguientes España lograra un estatuto casi igual al de las grandes potencias del continente. Estatuto que ha ido perdiendo desde entonces, hasta encontrarse en el pelotón de los torpes europeo.

Y es que la política, sobre todo la internacional, no se mueve por ideologías ni sentimientos, sino por intereses. Los ingleses lo han hecho consigna de su política exterior: «No tenemos amigos, tenemos intereses nacionales». Ya lo había dicho Quevedo hace cuatrocientos años: «De los adversarios, no queremos la alabanza, sino la victoria». Un estadista no se mide por lo que le quieran, sobre todo en el extranjero, sino por lo que le respetan, y el que aspira a ser querido, suele acabar compadecido y despreciado. No sólo él, sino también su país y su pueblo. Pero vayan ustedes con esto a nuestro Maquiavelo de la Moncloa.


ABC - Opinión

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