jueves, 30 de septiembre de 2010

Derrota sindical y del Gobierno

El descrédito del Gobierno y los sindicatos ha sido la causa de que la convocatoria de huelga quedara reducida a paros sectoriales y, ante la impotencia sindical, a altercados de orden público.

LOS sindicatos convocantes de la huelga general estaban dispuestos a calificarla como «éxito» cualquiera que fuera su seguimiento; y el Gobierno estaba decidido a on ir más allá en sus valoraciones de resaltar anodinamente la «normalidad» del paro.

Este guión se cumplió estrictamente porque UGT, Comisiones Obreras y el Ejecutivo socialista no deseaban romper la cuerda que los sigue uniendo por intereses recíprocos. Por eso tampoco hubo guerra de cifras, aunque lo lógico es que un Gobierno las dé en una jornada de paro nacional. Tampoco resultaron imprescindibles para hacerse una idea de cómo se desarrollaron los acontecimientos. Es evidente que la huelga no fue general, en absoluto, sino que se descompuso en paros sectoriales, más intensos en industria, siderurgia, puertos y, con matices, transportes; y mucho menos relevante en comercio, sanidad, servicios o educación. Si los piquetes sindicales violentos no hubieran sellado cerraduras, intimidado a comerciantes, bloqueado carreteras, acosado a trabajadores o atacado camiones y autobuses, la libre actividad de los ciudadanos habría reducido aún más los efectos de la huelga.

La violencia de los piquetes sindicales estuvo presente en las grandes ciudades y núcleos industriales, pero el ministro de Trabajo prefirió elogiar la «responsabilidad» con la que los sindicatos estaban ejecutando la huelga. Estas palabras, junto a la nueva oferta de diálogo hecha a las organizaciones sindicales ayer mismo por el presidente del Gobierno, no son sino expresiones del juego de imposturas con el que los sindicatos y el Ejecutivo resolvieron no hacerse daño. No en vano, el Gobierno pactó con los sindicatos unos irrisorios servicios mínimos que, en algunos casos, tampoco se cumplieron. En el plano político, a unos y a otro les falló una pieza de su estrategia, la Comunidad de Madrid, donde los sectores en los que el Ejecutivo autonómico fijó servicios mínimos por decreto —transportes, sistema sanitario, colegios— funcionaron por encima de las previsiones más optimistas. España no paró, y Madrid menos aún, dejando a los sindicatos y el Gobierno socialista sin chivo expiatorio; y a los ciudadanos, con argumentos para preguntarse por qué el Ministerio de Fomento no fue tan exigente en defender la libertad de movimiento como lo fue el Gobierno autonómico madrileño.


Pero el principal motivo por el que la huelga de ayer no fue general es la opinión que la sociedad española ya tiene formada sobre esta crisis y el papel que el Gobierno y los sindicatos han jugado y siguen jugando en ella. Los ciudadanos no reconocen a los sindicatos legitimidad para liderar una protesta general, después de haber sido acompañantes de cámara del enrocamiento de Zapatero contra la crisis y, ahora, por organizar una huelga que esconde al Gobierno de sus verdaderas responsabilidades, diluyéndolas en acusaciones contra la derecha, el mercado y los empresarios. Este descrédito del Gobierno y los sindicatos fue la causa de que la convocatoria de huelga quedara reducida a paros sectoriales y, ante la impotencia sindical, a altercados de orden público. Especialmente en las grandes ciudades, la reacción ciudadana fue un indicador del hastío e indiferencia que siente la sociedad española hacia quienes consideran principales responsables de la actual falta de perspectivas laborales y económicas.

Ahora, los sindicatos y el Gobierno comenzarán una táctica de acuerdos y desacuerdos, con el desarrollo reglamentario de la reforma laboral y las modificaciones en el sistema de pensiones como telón de fondo, sabiendo que es más lo que los une que aquello que los separa. Rodríguez Zapatero inicia en Cataluña dentro de dos meses una temporada electoral para la que necesita la movilización de todo su electorado y precisa que las bases sindicales —que no sus dirigentes— dejen de pedir su dimisión a gritos. Los sindicatos, por su parte, saben que la debilidad de Zapatero es su mejor baza y que deben explotarla sin llegar a un punto de no retorno. Pero el Gobierno tiene un margen muy estrecho para revertir sus decisiones de recorte de gasto público y de reforma laboral con una previsión del 20 por ciento de paro para 2011 y todos los mercados y organismos financieros internacionales pendientes de que no haya una mínima marcha atrás. En mayo pasado, Bruselas prohibió a Zapatero que siguiera jugando con dos barajas frente a la crisis. Su Gobierno sigue tutelado y no podrá contentar a los sindicatos sin granjearse nuevas desconfianzas en el exterior.

Además, Zapatero tiene pendiente una crisis de Gobierno inmediata, porque la huelga del 29-S era el término final para el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, cuyo destino político es la candidatura de los socialistas de Cataluña en las próximas autonómicas de esta comunidad. Según utilice esta oportunidad, Zapatero podrá lanzar un mensaje de cierta renovación interna y de impulso político o, por el contrario, demostrará la falta de proyectos y el estado de resignación y supervivencia en el que, a todas luces, se encuentra. Finalizada la huelga que no fue general del 29-S, la situación no ha cambiado, salvo en el desgaste aún mayor que han sufrido el Gobierno y los sindicatos, por haber adulterado sus papeles institucionales en una situación de crisis. La sociedad se ha dado cuenta y ayer lo demostró.


ABC - Editorial

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