jueves, 12 de agosto de 2010

La obsesión por Madrid. Por M. Martín Ferrand

Lo de Lissavetzky parece desesperado y extremo. No se ajusta al casting que requieren las circunstancias.

UNA ciudad, como Madrid, que baila el chotis —schottisch, en sus orígenes— puede permitirse el lujo de tener un alcalde que se apellide Lissavetzky. Otra cosa será averiguar si al actual secretario de Estado para el Deporte sirve para chulapo, si le sienta bien lo que los castizos llaman parpusa, la gorra de cuadros blancos y negros con visera que se inventó Carlos Arniches para dotar a la capital de España de un casticismo del que andaba escasa. Jaime Lissavetzky anunciará hoy su propósito de presentarse a las elecciones municipales para Madrid como cabeza de lista por el PSOE y sospecho el rictus de comprensión condescendiente que se habrá dibujado en la sonrisa de Juan Barranco, heredero de Enrique Tierno Galván y último alcalde socialista, destituido en una moción de censura, que tuvieron los madriles.

Mucho le obsesionan a José Luis Rodríguez Zapatero la Comunidad y el Ayuntamiento madrileños. Es natural. Las previsiones legislativas le flaquean en tres de sus manantiales históricos, Andalucía, Castilla-La Mancha y Cataluña, y, a la vista de la inexpugnabilidad de la Comunidad Valenciana, solo Madrid puede aportarle los votos y escaños suficientes para que el PSOE permanezca en La Moncloa. Con todo, lo de Lissavetzky parece desesperado y extremo. No se ajusta al castingque requieren las circunstancias. Tierno, que era un personaje grande y resultó ser un alcalde pequeño, ofrecía progresismo, diferenciación, algarabía y movida; pero, ¿qué puede ofrecernos este madrileño de nacimiento, con cara de espía alemán en una película de serie B, y que, impulsado por su formación científica, lleva seis años en su cargo más atento al pis que a las marcas de los deportistas de su jurisdicción?

Durante los últimos veinte años el centro derecha se ha sucedido en capacidades y brillos al frente del Ayuntamiento capitalino. Agustín Rodríguez Sahagún, a quien la enfermedad le limitó el mandato, fue un gran alcalde y José María Álvarez del Manzano le devolvió a la Villa el sosiego y la cordialidad que le habían quitado la movida y otras zafiedades socialdemócratas. Ahora, Alberto Ruiz-Gallardon ha transformado la ciudad y, aun endeudándola en demasía, merece generalizados aplausos. Ha difuminado con los hechos a la oposición socialista municipal y tiene que llegar un paracaidista para cumplir el trámite de un adversario electoral. Solo cabe esperar que, cuando se cuenten los votos y resulte ser el jefe de la oposición, Lissavetzky sea más fiel a sus votantes de lo que lo fueron Trinidad Jiménez y Miguel Sebastián, dos desertores que se dieron a la fuga del Concejo.


ABC - Opinión

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