sábado, 10 de julio de 2010

Los peligros del «Estatuto bis»

La cuestión política principal es saber si esta sentencia da coartadas al Gobierno para poner en marcha un plan B que dé al Ejecutivo de Cataluña lo que esta resolución impide o condiciona.

Es cierto que la sentencia sobre el Estatuto catalán que el Tribunal Constitucional dio ayer a conocer representa un golpe a la columna vertebral del texto original y, políticamente, no deja de ser una desautorización a una norma que el Gobierno de Rodríguez Zapatero no se ha cansado de tildar de «plenamente constitucional»; sin embargo, también lo es que abonará nuevos conflictos, al pretender un equilibrismo ilusorio entre la Constitución y un texto estatutario cuya inconstitucionalidad es mucho mayor que la declarada por el TC. Los magistrados de la mayoría han aprobado una sentencia que realmente ejecuta un mecanismo de sustitución del legislador y no un juicio jurisdiccional. En efecto, el Estatuto vigente en Cataluña ya no es el aprobado y publicado oficialmente, sino el que la mayoría del TC ha reconstruido interpretativamente para rechazar en parte un recurso de inconstitucionalidad que, si no hubiera mediado esa interpretación, habría sido estimado más ampliamente. Este ejercicio abusivo de la «sentencia interpretativa de rechazo» es lo que ha fracturado internamente al TC, hasta el extremo de ser el objeto de la primera crítica que realizan cuatro magistrados discrepantes —Rodríguez Arribas, Conde Martín de Hijas, Rodríguez Zapata y Delgado Barrio— porque entienden que el Tribunal ha asumido funciones de legislador encubierto. Si la constitucionalidad de una ley depende de la confrontación de su texto con la Constitución, la mayoría del TC ha optado por contrastar el Estatuto con un elenco de interpretaciones propias, elaboradas a partir de una reescritura de los preceptos impugnados. Es más, queriendo salvar artículos cuya formulación era inconstitucional, llegan a cambiar el sentido de las proposiciones, para hacer que un «en todo caso» signifique un «en su caso», o que «la lengua vehicular» quiera decir «una lengua vehicular».

Desde la perspectiva del recurrente, el Partido Popular, esta sentencia es, en buena medida, una emboscada a sus argumentos de impugnación, porque son rechazados por la interpretación sobrevenida que realiza el TC, no porque el Estatuto se ajustara a la Constitución. El resultado de este diabólico método de enjuiciamiento interpretativo es una sentencia contradictoria, que establece límites razonables a los estatutos de autonomía, pero renuncia a extraer todas las consecuencias de su planteamiento, que en este caso habrían sido muchas más declaraciones de inconstitucionalidad que las recogidas en el fallo.

En efecto, la sentencia parte de que no hay más nación que la española y que esta es única e indivisible. Igualmente, declara que «los Estatutos de Autonomía son normas subordinadas a la Constitución» y que la Constitución «no admite igual ni superior». No puede haber, por tanto, competencia a la norma constitucional procedente de una norma estatutaria, ni legitimidad superior o equivalente a la soberanía nacional que reside en el pueblo español. Asimismo, recuerda el TC que los Estatutos de Autonomía son leyes orgánicas y que, en tal condición, están subordinados a la Constitución y deben respetar la reserva de materias a otras leyes orgánicas. Tales principios se expresan con claridad, ciertamente, pero el TC ha optado por intentar la conciliación de normas antagónicas a base de poner en el texto estatutario proposiciones interpretativas que ni son propias de un tribunal de Derecho ni se corresponden con la función protectora que le incumbe. En este momento, el Estatuto de Cataluña es un foco de inseguridad jurídica y una fuente de conflictos.

También es cierto que la sentencia aborda las grandes claves del proyecto soberanista que animaba el Estatuto de 2006 y las reconvierte en buenistas declaraciones de principios que deberán esperar a la concreción que resulte de la aprobación de leyes estatales. Este resultado se consigue no pocas veces desfigurando los preceptos analizados, pero dejándolos incomprensiblemente vigentes. La cuestión política principal a partir de la publicación de la sentencia es saber si da coartadas al Gobierno para poner en marcha un plan B que dé al Ejecutivo de Cataluña lo que esta resolución impide o condiciona. Si existiera lealtad constitucional, los gobiernos central y catalán sabrían que el Estatuto ha sido reconducido interpretativamente a un estatuto autonómico común, con serias restricciones a cualquier veleidad soberanista. Pero como no va a ser el TC el que se encargue de aplicar su propia doctrina, sino ambos gobiernos, es previsible que estos urdan una réplica interpretativa a la decisión del TC para crear atajos que lleven a un «Estatuto bis». Sin embargo, si la vía va a ser un conjunto de leyes estatales, que es lo que sugiere el TC, entonces la solución acabará con el «hecho diferencial» catalán, porque lo que se reconozca a Cataluña se reconocerá a todas las comunidades autónomas, y el efecto disgregador será generalizado. A pesar de la sentencia —con sus luces y sus sospechosas sombras—, el Estatuto catalán, tal y como fue aprobado, es un juguete roto en manos de gobernantes irresponsables.


ABC - Editorial

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