jueves, 27 de mayo de 2010

Elecciones, una necesidad nacional

Las primeras medidas de contenido realmente restrictivo del gasto han desvelado la extrema debilidad política del Gobierno.

Su vulnerabilidad a las presiones externas se acreditó tras la cumbre europea que lo forzó a tomar las decisiones que días antes, ante Mariano Rajoy, había rechazado por considerarlas perjudiciales para el crecimiento. La falta de reforma laboral, reclamada constantemente dentro y fuera de nuestras fronteras, es el precio que está pagando el Gobierno a una paz sindical impostada, y la movilización de los ayuntamientos contra la prohibición de endeudarse hasta finales de 2011 ha precipitado el más flagrante de los bandazos cometidos por el Ejecutivo, al urdir una trampa legal que hizo pasar por rectificación de errores lo que fue la modificación ilegal de todo un real decreto-ley.

En su ya largo deambular sin rumbo, el Gobierno se ha llevado por delante dos equipos económicos, síntoma inequívoco del descontrol sobre la política económica del país. El de Pedro Solbes siguió el camino de su titular y abandonaron todos el Ejecutivo; el de Elena Salgado no hace falta que se vaya, porque se encuentra sumido en una tercera fila, desautorizado y adelantado por otros ministros e incluso por portavoces del Partido Socialista sin mando en materia económica. Valga como ejemplo el impuesto a «los ricos», confirmado ayer por José Luis Rodríguez Zapatero en el Congreso de los Diputados para dentro de «breves semanas», según anunció. Por tanto, se despejó en parte la incógnita que enredó a la ministra Salgado, que negó la intención de llevar a cabo esta subida fiscal; a la secretaria de Organización del PSOE, Leire Pajín, quien, por el contrario, dijo que era «inminente»; o al ministro de Fomento, José Blanco, quien avaló la subida «a los que más tienen», con una doctrina de izquierda al estilo clásico. El caso es que esta medida, que se presenta subliminalmente como una compensación al recorte social acordado el pasado viernes, no va a afectar al «99,9 por ciento» de los contribuyentes, según calculó ayer el presidente del Gobierno, porcentaje que permite preguntarse por el impacto recaudatorio y la eficacia económica que tendrá ese incremento de impuestos, sea cual sea y que servirá, hasta que se produzca, para mantener entretenida a la izquierda más reacia al recorte de pensiones y derechos sociales.

El cuadro general es desalentador, y el presidente del Gobierno debería ser consciente de que enrocarse en posiciones defensivas o responder con arrogancia a las críticas de la oposición o al malestar social no es la opción responsable de este momento. Por el contrario, Rodríguez Zapatero tiene la obligación de preguntarse si cuenta con apoyos suficientes no para salir del paso día a día, sino para liderar la política de restricciones y austeridad que reclama este momento crítico; o si debe acudir a los ciudadanos para recabar una legitimación democrática que renueve su mandato o que se lo confiera a la oposición. En menos de veinticuatro horas, las dos Cámaras han votado en contra de la congelación de las pensiones y hoy es probable que sólo los votos del PSOE, en el mejor de los casos, porque el resultado se presenta incierto, saquen adelante la convalidación del paquete de medidas contra la crisis. Obviamente, el Partido Popular está llamado a la responsabilidad política que le incumbe como partido de oposición y como alternativa de gobierno, sabiendo que su criterio para la votación de hoy está vinculado principalmente a su propio diagnóstico sobre la situación de España y a la valoración que sinceramente le merece el plan de ajuste aprobado por el Gobierno.

Es evidente que, junto con la falta de una mayoría amplia en el Parlamento, el Gobierno carece de respaldo social, lo que se refleja sin excepción en todas las encuestas recientes, pero más palpablemente en el ambiente cotidiano. El problema del Ejecutivo no es que una u otra concreta medida despierten recelo, sino que la sociedad española ya no confía en que José Luis Rodríguez Zapatero sea capaz, en este momento, de encabezar una política en la que él mismo no cree por sus definidos rasgos ideológicos. La arquitectura política de un país en crisis -y no sólo económica- descansa en la confianza de los ciudadanos. Por eso, este es el momento de convocar a los españoles a las urnas, no para ganar tiempo ni para perderlo en campañas rutinarias, ni para emprender una discordia de partidos, sino para comprometer a los electores en un tiempo de sacrificios con programas sinceros basados en la verdad. Sólo una renovación democrática en las urnas dará al nuevo gobierno, sea el que sea, una fuerza de la que ahora carece el de Rodríguez Zapatero, porque ningún partido podrá ya presentarse ante los electores eludiendo la gravedad de la situación. Los grandes olvidados de esta crisis son los ciudadanos, solicitados sólo para pagar más impuestos, recibir menos salarios y perder poder adquisitivo. También tienen un derecho inalienable, que es el de decidir quién los gobierna y cómo. No basta con afirmar que a esta legislatura aún le quedan dos años, lo cual es una obviedad irrelevante en las actuales circunstancias. Para muchos millones de españoles, estos dos años ya vencidos han sido una eternidad. El mandato que recibió Rodríguez Zapatero en 2008 está políticamente liquidado porque de su programa electoral del pleno empleo y la ausencia de crisis hemos pasado a un recorte social sin precedentes y a una falta dramática de expectativas. Pedir ahora elecciones generales anticipadas no es antipatriota ni oportunista. Convocarlas no será una claudicación. En ambos casos, estaríamos ante el funcionamiento de unas instituciones democráticas que se ajustan a los movimientos de opinión pública, a las necesidades políticas del país y, sobre todo, a la auditoría que la sociedad ha practicado al Gobierno de Rodríguez Zapatero.


ABC - Editorial

0 comentarios: