viernes, 21 de mayo de 2010

Cohecho e impropiedad. Por Ignacio Camacho

SI quieres un amigo cómprate un perro, le decía el tiburón Michael Douglas a Charlie Sheen en la primera entrega de «Wall Street».

La soledad de la Casa Blanca ha de resultar aún más dura que la del mundo de las altas finanzas, por lo que suele ser usual que los presidentes americanos se lleven allí mascotas para compartir las horas desnudas de las decisiones y crearse la apariencia de una familia normal. Obama no se ha comprado un perro; se lo ha dejado regalar, y como el suyo es un país bastante serio en asuntos de dineros privados y vida pública, ha tenido que consignar en una declaración el valor -1.600 euros- de ese regalo en especie. En especie canina, por supuesto.

Ese control estricto de dádivas y donaciones habría evitado en España un caso tan garbancero como el de Francisco Camps, un político brillante y eficaz cuya carrera puede quedar deshilada en un vulgar enredo de sastrería. La definición penal de cohecho impropio resulta demasiado estrecha para unos y demasiado ambigua para otros, por lo que debería completarse con una regulación taxativa de lo que no cabe aceptar como agasajo y lo que puede tomarse como detalle de cortesía. Ahora bien: constituya cohecho o no cohecho la admisión de esos malditos trajes cuya factura no acaba de encontrar el presidente valenciano, estamos ante un episodio manifiestamente impropio; un gobernante de rango no puede dejarse embolicar por una tropilla de amigotes de baja estofa y conseguidores expertos en captación de voluntades. La ética política está sujeta también a una estética que va más allá de las hechuras de unas solapas o de unos ceñidores italianos.

Como el caso Camps ya no tiene vuelta atrás y está en manos de los tribunales, lo que cabe exigir en la vida pública es un registro obligatorio de los regalos a los próceres que fije su valor de mercado y establezca topes de aceptación sin dejarlos al albur subjetivo de cada cual. Jordi Sevilla, por ejemplo, reputado coleccionista de estilográficas, rechazó siendo ministro una Fäber Castell de lujo porque rebasaba los límites del código ético que él mismo había implantado. El gesto le honra como el caballero que es, pero otros tienen la conciencia más laxa y aceptan ordenadores, pinturas, paseos en yate o avión privado... y hasta caballos purasangre.

Por eso en lo único en que Camps lleva razón es en su airada reclamación de un mismo rasero. La falta de regulación propicia un vacío de criterios que favorece el agravio comparativo y va a tardar en provocar un efecto ventilador capaz de despeinar a alguna alta magistratura del Estado. A quien ostenta funciones de relevancia cabe exigirle que sepa distinguir sus amistades y manterles las distancias. Si no sabe, que se compre un perro, y si se lo regalan, que lo declare.


ABC - Opinión

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