lunes, 12 de abril de 2010

Gürtel, políticos, jueces. Por Gabriel Albiac

GÜRTEL concita lo peor de España. De ésta cuya endeble armazón deseamos mejor no ver: no es agradable. La que, al final, nos viene de no haber nunca resuelto los límites históricos que impuso la transición de una dictadura caduca a un régimen parlamentario homologable en la Europa de fin de los setenta.

Lo esencial en el éxito y el bajo coste de aquel tránsito vino de que fuera el viejo régimen -sus hombres y sus instituciones- quien dirigiera milimétricamente el paso al nuevo. Fue una compleja operación de ingeniería política que, verosímilmente, nos salvó a todos del riesgo de desastre cuyo último síntoma fue el 23 de febrero de 1981. Tuvo también su coste. No se da un trastrueque semejante de máscaras políticas sin pagar un precio: moral como político. El edificio de la España democrática se alzó sobre una ficción: la de haber roto con la continuidad franquista; poco importaba que a la cabeza de los grandes partidos -sin excepción- se hallaran hombres en distinto grado beneficiarios del viejo régimen, que borraron su pasado con eficiencia digna del mejor Orwell. Fue una ficción necesaria. Puede. Pero que sólo podía justificarse en el intervalo limitado -no necesariamente corto, pero limitado- del tránsito. La Constitución de 1978 era, técnicamente hablando, una Constitución provisional, para unos tiempos que no podían juzgarse definitivos. Fosilizó. Y con ella, nosotros. Lo de ahora nace en eso. Y todo se cruza en Gürtel.

Se cruza la pesada evidencia de que bastaría una contabilidad precisa de gastos e ingresos en todos -todos- los partidos parlamentarios para que sus responsables acabaran en el banquillo. Quien introdujo en la Constitución la norma que atribuía a las autoridades municipales la regulación del suelo edificable, sabía muy bien lo que estaba haciendo. Luego, las vías de financiación se refinaron mucho. Y todos los partidos -todos- saben lo que pasaría si sus contabilidades fueran seriamente auditadas. Cada uno de ellos trata de amagar en ese campo contra el otro. Dentro de ciertos límites. Como aviso. También como herramienta en la cosecha del voto.

Se cruza la pesada evidencia de que no existe en España soporte institucional de la división de poderes, desde que la Ley Orgánica de Felipe González puso en manos de los partidos la designación del Consejo General del Poder judicial y, con ella, la promoción profesional de los jueces. Garzón es la caricatura de lo que esa certeza desencadena. Que un juez intervenga las comunicaciones entre abogado y defendido, no sólo es un delito; es la destrucción del procedimiento judicial. La Albania de Hoxha lo hizo en modo más directo: puesto que el Estado socialista velaba por el bien y defensa del ciudadano, los abogados eran innecesarios; fueron abolidos. Violar la confidencialidad entre defensor y cliente es lo mismo. En más cínico. En el secreto de la comunicación con su abogado, el cliente debe contar todo: sobre eso reposa su relación. Si eso que cuenta es accesible al juez, ¿para qué el juicio? Gürtel puede poner a este país ante un dilema trágico: anular el procedimiento contra sujetos muy verosímilmente culpables, además de moral y estéticamente repulsivos... O... ¿O qué? ¿Juzgar y condenar sobre una instrucción viciada, que cualquier tribunal internacional -Estrasburgo, sin ir más lejos- declarará nula?

Todo se cruza en Gürtel. Financiación ilegal, y, con ella, prodigiosos enriquecimientos personales. Jueces que saben su carrera pendiente de simpatías políticas. Todo lo que define el fin de una época, el crepúsculo de una Constitución. Y la entrada en un período constituyente.


ABC - Opinión

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