viernes, 16 de abril de 2010

Constitución y retranca. Por M. Martín Ferrand

Todos, personas e instituciones, tenemos algún gato en la barriga. Vamos arrastrando nuestras miserias como señal de identidad. Lo que convierte en verdaderamente singular al Tribunal Constitucional es que, contra lo acostumbrado, parece disfrutar exhibiendo al público sus imperfecciones.

Así nació -no olvidemos su poco ejemplar trayectoria- y así continúa, como si ello fuera una fatalidad inexorable asociada a su composición y funcionamiento. Ahora, mientras el Gobierno alimenta todas las calderas institucionales para que el calor de una docena de escándalos impida la contemplación de sus errores en materia económica, el TC brilla con luz propia. En las casas de apuestas clandestinas, que de todo hay en el país del esperpento, cotiza tres a uno la opción de una sentencia para antes del verano. Cinco a dos si se puja por la opción de sentencia con voto de calidad de la presidenta.

Tampoco es cosa de demonizar al TC, un lujo más de los muchos con que la Transición quiso anular los vicios del pasado y vestir el futuro con ropajes garantistas. Un TC como el nuestro es, en su innecesariedad -hubiera bastado con una Sala especializada en el TS-, algo que concuerda con una Constitución como la que nos ampara; algo, como dicen que está el cielo, empedrado de buenas intenciones. Cuatro años de trabajos preparatorios para una sentencia que de respuesta a los recursos de inconstitucionalidad que provocó el Estatut no es un síntoma de pereza institucional. Es, en profundidad, una evidencia de la imprecisión que domina nuestra Ley de Leyes y una consecuencia del gran problema pendiente en España desde, por lo menos, la Primera República: la concreción territorial del Estado sobre supuestos de lealtad y unívoco sentido nacional.

Hoy -¡en viernes!, lo nunca visto- volverán a reunirse los magistrados del TC. ¿Alcanzarán la mayoría que pretende su presidenta? Más probable parece que, ante el empate asentado, terminen votando artículo por artículo con el desgaste que ello conlleva para el prestigio del Estado y la certeza constitucional que tanto escasea entre nosotros. Algunos han pretendido a lo largo de esta compleja y viciosa peripecia estatutaria, alimentada por el ímpetu insolvente de José Luis Rodríguez Zapatero, reformar la Constitución sin atenerse a lo establecido para ello. De ahí el espectáculo institucional y la fatiga ciudadana.


ABC - Opinión

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