domingo, 25 de abril de 2010

Clima de desguace. Por Ignacio Camacho

ESTA irresponsable agitación radical la vamos a pagar, y no va ser a un precio barato. Una democracia no puede cuestionar sin costes la legitimidad de su propia estructura legal, porque eso equivale a impugnarse a sí misma.

La movilización de la izquierda española contra el proceso a Baltasar Garzón ha rebasado de largo la razonable expresión de un respaldo cívico al juez para alcanzar el paroxismo de un rechazo global a las instituciones de la justicia. El horizonte penal del magistrado -cuyo derecho a la defensa está plenamente garantizado y en ejercicio- es ya sólo el pretexto para una exaltada refutación ideológica de las bases del régimen constitucional, de sus principios jurídicos y del pacto social y político que permitió alumbrar la Transición democrática. En cierta forma constituye la reclamación de un proceso de ruptura que pretende anular los consensos civiles de los últimos treinta años y la legalidad que de ellos se ha derivado. Es decir, del sistema vigente, de sus mecanismos de garantías y de sus equilibrios de poder.

Todo eso no puede resultar inocuo. Un zarandeo institucional de esa clase deja una secuela de desconfianza que no va a recuperarse de cualquier modo. El ataque frontal y simultáneo contra la legitimidad del Tribunal Supremo y del Constitucional representa una campaña de desestabilización que afecta al principio de la independencia judicial y de la supremacía de la ley. Desde que Zapatero permitió o alentó una reforma encubierta de la Constitución a través del Estatuto de Cataluña no se había producido en España un cuestionamiento tan grave y profundo de los fundamentos del régimen democrático. Lo que la izquierda está pidiendo en su ofensiva de opinión pública es la abolición de la justicia igualitaria y reglada y su sustitución por una nueva legitimidad de base ideológica. Y eso sucede con el respaldo más o menos pasivo de un Gobierno que simpatiza inequívocamente con las pretensiones revisionistas por culpa de un frívolo tacticismo que le lleva a creer en la posibilidad de obtener un rédito político inmediato de la algarada.

Estos días se ha empezado a ver la reacción alarmada de una cierta socialdemocracia responsable. Los Jáuregui, Leguina, Bono y otros han comenzado a advertir del riesgo de esta crecida atolondrada con la que el zapaterismo vuelve a jugar a aprendiz de brujo. Una característica de la posmodernidad política es la creencia de que ante la volatilidad de la opinión pública cualquier maniobra oportunista sale gratis. Error; no se pueden licuar los principios que articulan un pacto de convivencia sin poner en peligro la estabilidad del sistema. Que lo hagan en las calles unos extremistas es preocupante, pero no esencial. Lo crítico es que sean las instituciones las que propicien un clima de desguace de sí mismas.


ABC - Opinión

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