sábado, 27 de marzo de 2010

Zapatero y yo. Por Alfonso Ussía

No han existido dos presidentes en Europa menos valorados que Zapatero y el arriba firmante.

Lo fui de un «broker» de Reaseguros francobritánico. La sociedad se llamaba «Ferrié & Rowbothan» y mi participación presidencial animó la llegada del desastre. Me enteraba de la marcha de la sociedad por la asistenta de uno de los socios. Cuando se reunían en Madrid los representantes de los asociados, era invitado amablemente a sentarme en la mesa del Consejo en el sillón preferente, pero a condición de no abrir la boca. Y cuando septiembre llegaba y se reunían todos los reaseguradores de Europa en Montecarlo –«le rendez-vous de septembre»–, mi presencia en Mónaco se limitaba al turismo. Nadie me hacía ni puñetero caso. El turismo en Mónaco tiene un margen limitado. Al tercer día de visitar el Oceanográfico y conseguir que los congrios del Mar Rojo te reconozcan, el interés turístico monegasco sufre una notable mengua en su intensidad. Allí se reunía el negocio del Reaseguro de Europa, y Europa me daba la espalda con contumacia. Gané en el casino del «Hotel Loews» –sito sobre el túnel que todo el mundo conoce por las carreras de Fórmula Uno–, y aquel detalle me hace guardar un aceptable recuerdo de Mónaco, un Estado bastante chocante. Se puede conocer y recorrer en dos horas y media sin toparse con monegasco alguno. Pero mis quejas europeas tienen base, peana y fundamento.

Para mí, que a Zapatero le hacen todavía menos caso. Ni de presidente semestral de la Unión Europea le invitan a las reuniones importantes. Se hace fotos en Bruselas, junta sus manos a las de Papandreu, y cuando se cree inmerso en el club de los que deciden el futuro europeo, entre Ángela Merkel, Nicolás Sarkozy, Durao Barroso y el belga Van Rompuy, le convencen para que proceda a darse un voltio por la «Grand Place» mientras ellos se reúnen y tratan de asuntos serios.

Bruselas es una grande y triste ciudad, siempre cobijada por las nubes. Los bruselenses, cuando el sol luce, abren la boca del pasmo. Se come muy bien, mejor que en París y Lyon, y tiene la ventaja de la presencia de un extenso funcionariado europeo. Bruselas, que es francófila, puede ser perfectamente dominada sin saber a ciencia cierta el significado de «oui» o «le canard est vert». Se habla español y siempre surge un compatriota en cualquier esquina. No se puede sentir ajeno Zapatero paseando por sus ordenadas calles mientras sus presididos solucionan los problemas económicos de Europa. A Zapatero le permiten hacer un discurso de cuando en cuando para evitar las murmuraciones. Como el Consejo Nacional franquista –ubicado en el Palacio del Senado– hacía con Franco. Le preguntaron a don José María Pemán para qué servía el Consejo Nacional, y estuvo torero. «Para que sus miembros se reúnan una vez al año con el fin de oír un discurso de su aconsejado». Lo mismo sucede con Zapatero. Los presididos se reúnen sin Zapatero y cuando no hay más narices, le dejan soltar un discurso mientras ellos piensan en sus cosas, siempre más importantes. Tengo un amigo, parlamentario europeo holandés, al que Moratinos atemoriza. Dice el de Orange que Moratinos parece una rana siempre dispuesta a dar un salto para comerse al interlocutor. No está mal visto. Sucede que Moratinos también se aburre, y está harto de pasear con el presidente de la Unión Europea mientras los presididos adoptan las decisiones. Europa no es para nosotros, José Luis.


La Razón - Opinión

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