lunes, 21 de diciembre de 2009

El misterio de la tumba dispara el mito de Lorca. Por Antonio Casado

“Lo mataron en Granada una tarde de verano y todo el cielo gitano recibió la puñalada”, dice Rafael de León en su famoso poema sobre la muerte de Lorca. Pero no reina el verano precisamente en este diciembre del año en curso, que no pasará a la historia asociado al pinchazo del mito lorquiano. Será justo al revés, como conviene a los grandes mitos. Su consagración es la consagración del misterio de su tumba. Una especie de panteísmo que a partir de ahora otorga a los mitómanos la consabida licencia para fabular sobre el paradero de sus restos.

De la Junta de Andalucía depende la continuidad del pulso entre la ciencia y la historia. No ha hecho más que comenzar la marea especulativa. El Caracolar, el Valle de los Caídos o la tumba sin nombre en cualquiera de los cementerios de la zona. Tres hipótesis que pueden ser trescientas cuando el misterio levante el vuelo entre los devotos del poeta, más interesados en la leyenda que en su suporte científico e histórico. Acabarán santificándole, a pesar del ambiente sensorial y absolutamente laico que se respiraba en los ambientes donde se fraguó la amistad de Lorca con Salvador Dalí y Luis Buñuel.


De momento, los arqueólogos nos han vuelto a poner en la pista de la insoportable levedad de ciertas manufacturas históricas. La que acaba de derrumbarse había convertido el barranco de Víznar en lugar de culto. Y se forjó hace apenas medio siglo (confesiones del enterrador, Manuel Castilla, a Agustin Penón en 1956). Imaginemos las ya inaccesibles a la verificación científica por razones de calendario. O las que forman parte del discurso religioso, como la ubicación del portal de Belén, las huellas del pie de Mahoma o la tumba de Santiago. Debe haberlas a patadas, pero eso también alimenta la historiografía. Mejor dejar las cosas como están, aunque los grupos de recuperación de la memoria histórica no parecen dispuestos a resignarse.

En cualquier caso, se corre el peligro de que Lorca (Fuente Vaqueros, 5 junio 1898, hijo de Federico García, agricultor terrateniente, y Vicenta Lorca), acabe siendo más conocido por su muerte que por su vida. En realidad ya casi es así. En la muerte, tanto o más que en la vida, fue donde creció hasta extremos inconmensurables la figura del poeta más representativo de la generación del 27. Lo cual no significa que hasta ese momento fuese un perfecto desconocido, como se llegó a decir. En 1936, el año de su muerte, Federico ya era uno de los poetas, y sobre todo uno de los autores dramáticos, más famosos dentro y fuera de España.

A principios de aquel año todo el mundo hablaba del triunfo de “Doña Rosita la Soltera”, que se acababa de estrenar en Barcelona. Y por aquel entonces su obra “Bodas de Sangre” ya era famosa y ya había pasado de las cien representaciones en Buenos Aires. No es verdad, por tanto, como algunos sostuvieron en algún momento, que de no ser por su trágica y prematura muerte, Federico García Lorca hubiera pasado a la historia como un poeta del montón. De todos modos es justo reconocer que, aunque ya era muy conocido como autor dramático y como poeta antes de morir, con su trágica muerte creció la figura y se forjó el mito de García Lorca. El misterio de la tumba no hace más que echar leña al fuego que alimenta la leyenda.


El confidencial - Opinión

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