domingo, 29 de noviembre de 2009

¡Salvem Catalunya dels seus governants!. Por Federico Quevedo

No habrá habido muchas veces en las que un pueblo se haya merecido tan poco a sus gobernantes, pero hay que reconocer que el caso catalán es especialmente grave, de diván diría yo, en la medida que el abismo que separa los intereses y las preocupaciones de la sociedad catalana de los intereses y preocupaciones de su clase política parece insalvable. No lo digo por decir, basta recordar que solo tres de cada diez catalanes acudieron a votar al referendum del Estatut, pero es que además todos los sondeos y encuestas señalan que ni el Estatut, ni su desarrollo, ni la configuración territorial de Cataluña se encuentran entre los principales problemas de los ciudadanos catalanes. ¿Por qué, entonces, su clase política ha convertido este asunto en el eje principal de su acción? Y, sobre todo, ¿porqué han hecho de su reivindicación soberanista un motivo de fricción con el Estado español, cuando la sociedad catalana no se plantea su relación con el resto de España en términos de confrontación? El asunto es muy grave porque están en juego las reglas de juego del sistema democrático, y el espíritu de consenso y concordia que vistió la Transición, un edificio que se levantó sobre la base del respeto a la ley, al Estado de Derecho y a la separación de poderes, pero que ahora una parte de la clase política catalana y, lo que es aún peor si cabe, la clase periodística, han decidido derribar para alcanzar ese objetivo soberanista, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

Cataluña es una región maravillosa, lo son también sus gentes, lo es su lengua y su cultura que enriquece y aporta consistencia a la oferta cultural española en su conjunto. Goza, además, de un grado de autonomía política y económica envidiables por parte de otros estados federales en los que la independencia del poder central es mucho menos acusada. Plantear, por tanto, la relación entre Cataluña y España en términos de confrontación solo puede interesar a quienes únicamente entienden la política y su ejercicio como una permanente ruptura, y ni la sociedad catalana ni la sociedad española –de la que forma parte la primera- se merecen que nadie plantee la convivencia sobre esas bases tan negativas. La primera conclusión a la que debe llevarnos todo lo que ha pasado en torno al Estatut es, por tanto, esa: la de que Cataluña necesita una clase política distinta, que mire de verdad por los intereses de los ciudadanos. ¿Eso es incompatible con un cierto nacionalismo? Seguramente no, pero sí lo es con la permanente reivindicación del soberanismo porque, sin duda alguna, la búsqueda de ese objetivo por la vía de la confrontación y la vulneración de la ley no hace más que ahondar en el desencanto y la desafección de la sociedad catalana hacia sus gobernantes, como se está pudiendo comprobar con notable crudeza.

Esos tics totalitarios del nacionalismo…

Hecha esta primera aproximación, lo cierto es que al final hemos de reconocer que la clase política catalana ha conseguido en buena parte su objetivo de ruptura, en la medida en que inevitablemente, sobre todo de un tiempo a esta parte, un tiempo que comenzó con el debate sobre la reforma estatutaria, lo que hasta ese momento venía siendo una relación más o menos cordial en la que, incluso, el nacionalismo de derechas catalán participaba de la gobernabilidad de Estado, se tornó en confrontación. A esa situación ha contribuido, sin lugar a dudas, la excepcional tardanza del Tribunal Constitucional en dictar sentencia sobre los recursos presentados contra la constitucionalidad del Estatut, pero esa sorprendente dilación, achacable únicamente a su presidenta, María Emilia Casas, incapaz de dar salida a una cuestión tan espinosa, no es razón suficiente para que en esta última semana y a raíz de una interesada filtración al diario El País, esa clase política catalana haya vuelto por sus fueros y, yendo más allá en su campaña de ruptura, haya puesto en marcha una estrategia de chantaje y acorralamiento del TC que, como mínimo, debería ser sancionable porque la coacción es un delito penado por la ley. Y en la cima de esa campaña de acorralamiento se ha situado el ya famoso editorial a doce de los medios de comunicación catalanes.

En treinta años de democracia en España, con la sola excepción del día después del 23-F y por otras razones muy distintas de estas, nunca habíamos asistido a semejante ejercicio de uniformidad, a tal expresión de pensamiento único, propio todo ello de ideologías totalitarias que deberíamos desterrar lo más lejos posible de nuestra democracia. El editorial, sobre el que ya se ha escrito mucho y no voy a ahondar más en su contenido, es un ejemplo de los más elocuentes de hasta donde se puede llegar en el retorcimiento del Estado de Derecho al servicio de unos determinados intereses que se sitúan muy por encima del bien común y de la legitimidad democrática. Cabría hacerse la pregunta de porqué quienes tanto insisten en la constitucionalidad del Estatut tienen tanto miedo a la sentencia del Constitucional, pero la respuesta es obvia: son plenamente conscientes de que el Estatut no es constitucional, porque el objetivo del mismo era plantear una relación entre Cataluña y España distinta a la del resto de las Comunidades Autónomas, una relación de Estado a Estado, de Nación a Nación. Y eso es incompatible con el espíritu de unidad de España que prevalece en el texto constitucional, esa unidad que, por cierto, debe defender porque así lo exige el ejercicio de su Ministerio la titular de Defensa, Carmen Chacón, que tras sus declaraciones del jueves debería dimitir.

Zapatero, el único culpable

Pero, haber llegado a esta situación, solo tiene un único responsable: Rodríguez Zapatero. Fue él quien en la pasada legislatura puso en entredicho la propia Constitución afirmando aquello de que el de nación es un término “discutido y discutible”, y dando alas al nacionalismo al asegurar que las Cortes aprobarían el texto de reforma estatutaria que surgiera del Parlament. Algo que, por cierto, el nacionalismo le recuerda a todas horas. En definitiva, fue Rodríguez quien cuestionó el espíritu de la Transición y el consenso sobre el que se construyó el Estado de las Autonomías, y fue él quien les abrió la puerta a los nacionalistas –por razones puramente electorales y de permanencia en el poder- en el camino de la superación de sus exigencias, yendo mucho más allá de donde hasta ese momento se habían atrevido a llegar. No cabe, por tanto, echarle la culpa al PP por presentar un recurso que, en cualquier caso, no es el único, y que sólo pretendía y pretende que la máxima autoridad judicial del país y que cuenta con la legitimidad que para ello le otorga la propia Constitución aprobada por una inmensa mayoría de españoles –siete de cada diez-, se pronuncie sobre un texto que, cuando menos, plantea serias dudas respecto de su constitucionalidad.

Presentar a quien cumple la ley y respeta el ordenamiento jurídico como un enemigo de Cataluña por eso es, cuando menos, perverso, cínico y de una iniquidad difícilmente igualable. Razón por la que tampoco entiendo la actitud de Rajoy en este caso, no respondiendo a los ataques e insultos que estos días le propinan la izquierda y el nacionalismo radical: su actitud prudente a la espera de la sentencia del TC, actitud que tiene mucho que ver con las expectativas de mejores resultados del PP en Cataluña e, incluso, la posibilidad de entendimiento futuro con CiU en Barcelona y en Madrid, no es incompatible con la respuesta contundente a quienes acusan a su partido de ser un enemigo de Cataluña. El respeto a la ley nunca es enemigo de nada. Los verdaderos enemigos de Cataluña son quienes pretenden alcanzar sus objetivos saltándose a la torera las reglas del juego democrático y proponen ejercicios de uniformidad propios de regímenes totalitarios y de sumisas inclinaciones pesebreras de ciertos medios de comunicación que no merecen responder al nombre de ‘periodísticos’ en la medida en que han traicionado la naturaleza libre y crítica de esta profesión.

De todo esto, sin embargo, deberíamos obtener alguna lección y, de cara al futuro y en aras a una época de mejor entendimiento entre el PP y el PSOE, cuando Rodríguez ya no esté al frente del Gobierno, plantearnos reformas necesarias que eviten situaciones como la que estamos viviendo. En primer lugar, sería importante volver a recuperar con los márgenes y las limitaciones necesarios para evitar su abuso, el recurso previo de inconstitucionalidad. En segundo lugar, los dos partidos mayoritarios deberían ponerse de acuerdo en una reforma del método de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional que los aleje del control político y garantice su independencia. Y, en tercer lugar, también deberían ponerse de acuerdo en que a partir de ahora las reformas estatutarias cuenten siempre con el acuerdo de los dos grandes partidos, y para ello sería bueno que ninguna reforma de calado pueda salir adelante sin una mayoría de tres quintos en el Parlamento. A corto plazo, lo que cabe esperar es que los catalanes se hayan dado cuenta, por fin, de que no merecen los gobernantes que tienen y en las próximas elecciones autonómicas éstos reciban esa importante lección de democracia que todavía no parecen haber aprendido.


El confidencial - Opinión

0 comentarios: