Claro que peor fue lo del día siguiente a la cumbre tabernaria: el PP anunció con máxima solemnidad un acuerdo con Comisiones Obreras para repartirse el control de Cajamadrid, cuyo futuro presidente será designado por Mariano Rajoy en persona. El compromiso resulta sin duda muy importante para la cohesión del partido, toda vez que viene a zanjar ciertos conflictos internos y deposita en su líder una prerrogativa pretendida por Esperanza Aguirre, pero choca de frente con su razonable discurso sobre la despolitización de las cajas: al final, prevalecen los intereses de casta y nadie está dispuesto a renunciar al control del aparato financiero. Los dirigentes peperos se agarran al argumento de que mientras la ley sea la que es están de su derecho de aplicarla, pero de un partido que aspira a regenerar vicios adquiridos cabría esperar que empiece a comportarse de un modo diferente al que pretende cambiar.
El espectáculo de las cajas, muchas de las cuales están en quiebra disimulada, constituye un escándalo que retrata la degradación del sistema. Los partidos que las tomaron al asalto para subordinarlas a los poderes autonómicos son incapaces de arbitrar una regeneración en la que tendrían que hacerse el harakiri. La única solución que se les ocurre es acordar un rescate multimillonario con el que se cuidarán de poner en la picota a los responsables del fracaso. Les une la solidaridad corporativa, porque están todos involucrados: socialistas, populares, nacionalistas y hasta los sindicatos. Todos han metido las manos en un negocio que desconocían, y ahora nos las van a meter en los ciudadanos en la cartera. Esto se veía venir, pero no que el atraco lo urdiesen en una taberna.
ABC - Opinión
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