Es verdad que Noruega es un país rico y pródigo en petróleo. Pero, por eso mismo, llama la atención que en lugar tan agraciado por la fortuna sus hoteles sean tan fríos y austeros, sus ciudades tan provincianas, sus restaurantes tan del plato del día y sus tiendas tan sosegadas. La riqueza en ese país nunca se tradujo en extravagancias saudíes, en verbenas chavistas ni en despilfarros mediterráneos, sino en esa máxima luterana de que el que más recibe más obligado está a esforzarse y a atesorar lo que recibe con el puño bien cerrado y el arca asegurada. Tampoco es cuestión de reconvertir nuestras zambras, marchas y bares de langostinos a la plancha en escenarios de una película nórdica del Dogma. Pero ahora que tanto se habla de diálogo de civilizaciones igual convendría aprender de esa cultura luterana, más de Dreyer que de Rubens. Porque, en tiempos de crisis, aquí seguimos tirando de chequera, del gasto alegre y pródigo, y añorando los años de la zambra incontrolada, como si no hubiera otra manera de garantizar un decoroso vivir. Y tal vez sí que la hay, pero está en otras culturas, en las que la prosperidad no se basa en calentones, burbujas y ferias diversas.
ABC - Opinión
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