Por ahí andan los dos, embelleciendo con sus recetas sobre la crisis el casting de diversas jornadas socioeconómicas para directivos, orgullosos al fin de volver a sentirse referencias de prestigio en medio de un páramo de ideas en el que los proyectos han sido sustituidos por ocurrencias. Con una pátina arrogante de paternal soberbia ante la inanidad de sus sucesores, a los que se guardan de aludir aunque los retratan en cada diagnóstico. Discretamente rebeldes frente al destino común que los arrumba en los anaqueles del pasado o les corona con el laurel protocolario y jubilar del consejo de ancianos. Cortando al sesgo oblicuas comparaciones elusivas que vienen a reflejar en un espejo de melancolía este horizonte de desesperanzas y fracasos. Autoindulgentes con sus propios fantasmas, como si el tiempo borrase del todo las sombras de sus errores y perfilase de grandeza cotejos y comparanzas.
Y hay que admitir que les beneficia el parangón. Que salen globalmente ventajosos de las comparaciones con esta gobernanza desnortada y esta esclerosis de futuro. Que la anorexia intelectual del debate político agiganta de algún modo los contornos de sus vigores difuminados por la distancia. Y que tienen derecho a hacerse oír, aunque sus voces suenen a caduca soberbia de salón y a tardía reivindicación de legados vencidos. Aunque ya no les corresponda reclamar más trienios que los de una cierta justicia histórica, una relativa clemencia beneficiada por el balance de su posteridad sucesoria.
Porque no es cualquier tiempo pasado sea mejor, ni siquiera el suyo; es que esta época de incuria resulta tan infértil que hasta parece que nos merecimos el pasado del que llegamos a renegar cuando creíamos que no sería difícil mejorarlo.
ABC - Opinión
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