domingo, 8 de marzo de 2009

Mosca. Por Jon Juaristi

ERA yo un joven profesor de instituto (no había cumplido los veintinueve), cuando me sumé a la aprobación plebiscitaria del Estatuto de Autonomía del País Vasco. Acababa de tener un hijo, y creía que el voto afirmativo en el referéndum del 25 de octubre de 1979 contribuiría a que, llegado aquél a mi edad de entonces, conociera un entorno más amable, pacífico y libre que el que me había tocado sufrir. Acerté el pleno. Mi hijo mayor, a sus treinta años, vive feliz en China. Recibió una esmerada educación en eusquera, y hoy enseña español en una amable ciudad junto al Pacífico, donde se siente más libre que en la dulce Bilbao.

Mi otro hijo es madrileño. Nació en el Hospital -público- de Santa Cristina, monumento artístico sito en la calle O´Donnell. Una de las primeras visitas que recibió fue la de Esperanza Aguirre Gil de Biedma, gran aficionada a los hospitales, que había venido allí mismo al mundo, en el Santa Cristina, y presidía por entonces el Senado. Quizá la visión de mi hijo y del gitanito que berreaba en la cuna contigua le inspiraran la idea de batirse por la presidencia de esta autonomía multiétnica (no parece verosímil, pero suena bien). Mi niño abandonó el hospital envuelto en una camiseta del Athlétic de Bilbao, regalo de un voluntarioso amigo de su padre e historiador del club «de limpia tradición» (o sea, de limpieza de sangre), que se horrorizaría si supiera del fervor actual de la criatura por los Colchoneros.

Confieso que la certeza de que mis descendientes tienen más probabilidades de desparramarse por las costas australianas que de terminar empadronados en Donostia, con perdón, me impide regocijarme, como todos los vascos de buena voluntad, ante las perspectivas que se abren tras el vuelco electoral del 1 de marzo, aunque siempre sea divertido ver pintarse el pavor en el rostro de los nacionalistas cada vez que los odiosos maquetos empiezan a trepar por el mástil de la ikurriña. Pero me malicio que, como en ocasiones anteriores, la diversión no va a durar mucho. Marzo es un mes tan cruel como el que le sigue, y llegarán los idus con sus arreglitos, sus apaños y sus conjuras, que unos tomarán por traiciones y otros por imperativos razonables. Hasta entonces, no merece la pena bailar el fandango, que así se llama la jota en vascuence.

El resultado de los pactos entre los partidos de esa autonomía de purezas raciales y cambiantes nombres me preocupa tanto como a mi hijo menor la final de Copa. En mi opinión, de las dos posibles combinaciones, ninguna dará ni para ir tirando, pero es muy legítimo ilusionarse con la esperanza de mandar el nacionalismo a la oposición. Lo que pasa es que mi ilusión particular se cifra en que los socialistas se vayan a la oposición en todas partes, y eso cuenta lo mismo para Rodríguez y para López. Vibro tanto con la hipótesis del segundo en Ajuria-Enea como con la presencia real del primero en Moncloa, y recuerdo melancólicamente las grandes expectativas mis amigos catalanes no nacionalistas ante el triunfo de Maragall, que ahora resuenan como una carcajada siniestra del destino.

Un escritor bilbaíno del XIX, Emiliano de Arriaga, decía que en su ciudad (que fue la mía) no había liberales, sino anticarlistas a secas. Mutatis mutandis, no veo en el ámbito de los partidos vascos no nacionalistas otro denominador común que el antinacionalismo, e incluso eso está por ver en Patxi López. Lo demás es disenso. Por ejemplo, unos defienden el Concierto Económico y otros quieren suprimirlo. Una mosca en la dulce siesta primaveral, sin duda, pero a ver quién agarra esa mosca por el rabo.

ABC - Opinión

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