miércoles, 25 de marzo de 2009

Los molinos . Por Alfonso Ussía

El ecologismo coñazo se siente entusiasmado con esa energía limpia que ha ensuciado paisajes prodigiosos.

Nada más políticamente incorrecto que poner en duda las bondades de la energía limpia. La simpleza y necedad se reúnen en lo que ya es un tópico, un lugar común. La energía nuclear es de derechas y la eólica de izquierdas. Que se lo pregunten a la alcaldesa de La Muela. Hace unas pocas décadas, la energía nuclear era capitalista siempre que las centrales nucleares se establecieran fuera de la extinta Unión Soviética o de sus naciones colonizadas. Con el asesinato del ingeniero Ryan, la ETA paralizó la construcción de la Central de Lemóniz, última y única solución para que las tres provincias vascas fueran autosuficientes.


Ahora están los terroristas contra el AVE, para mantener a Vizcaya, Guipúzcoa y Álava en la dulce y vegetal majadería de la aldea. En uno de sus escasos arranques de sinceridad, algunos meses después de la paralización de Lemóniz, Arzallus se refirió a la posible independencia de Euskalerría de esta manera: «¿Para qué la independencia? ¿Para plantar berzas?». Pero hoy vamos hacia los vientos, las cuerdas de nuestros montes, las aspas de los molinos y la energía eólica. Limpia como un baño con pétalos de rosas. Implacable destructora de los paisajes. No se permite -es de derechas- construir una casa unifamiliar en un paisaje protegido. Sí, en cambio, afear hasta la repugnancia extensiones y parajes singulares con la siembra multitudinaria de molinos de viento, que nada tienen que ver con los románticos manchegos o los soberbios holandeses, puntos de referencia en sus interminables llanos. Estos molinos de ahora, los de la energía limpia, nada molestan a los ecologistas que impiden que se tale un pino para mejorar la seguridad de una carretera. Molinos inmensos, de diseño, habitantes estáticos que no estéticos de nuestros altos ventosos, nuevos propietarios horteras de las cumbres y los altozanos. Plantar cien molinos de viento en el Páramo de Masa, o en las cuerdas del Escudo, o en los llanos de Albacete, o en la sierra de la Demanda, no es menos grave que construir un edificio de veinte plantas en una cala de La Cabrera o en el centro de la retuerta del Coto de Doñana. Esos molinos son horrorosos, y si la afición por instalarlos aumenta, en pocos años las tierras de España enloquecerán de aspas blancas, soportes de treinta metros de altura y formaciones militares de ingenios eólicos. Sólo nos queda una esperanza. Que el aspa de un molino interrumpa el vuelo y parta por la mitad a un buitre leonado o un águila real. En ese caso, los molinos de viento entrarían de lleno en la sospecha ecologista, pero sin peligro de ser desmantelados. El ecologismo coñazo se siente entusiasmado con esa energía limpia que ha ensuciado paisajes prodigiosos. Allí donde sople un poco más de viento de lo normal, se plantan veinte molinos. En La Muela, a treinta kilómetros de Zaragoza, se cuentan por centenares. No son elementos agresores de los paisajes a los que la vista humana pueda acostumbrarse. Son destructivos, fanfarrones y más feos que Picio. Se viaje por donde se viaje y se mire adonde se mire, ahí están. Ningún ecologista ha protestado por su instalación. Energía limpia, de izquierdas. Pero estéticamente, nauseabundos.

La Razón - Opinión

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