lunes, 15 de diciembre de 2008

Una estafa de dimensiones épicas

A primera hora del viernes, Andrés Piedrahita, un colombiano riquísimo, casoplón en la madrileña Puerta de Hierro, habitante del puente aéreo Londres-Nueva York, “un primera división en la sociedad madrileña”, vivía una mañana de infarto colgado al teléfono con su socio Andrew Smith, que en Nueva York llamaba alocado a la puerta de los grandes bufetes dispuesto a contratar a los mejores abogados, conscientes ambos de haberlo perdido casi todo. Con él lo han perdido muchos ricos españoles que pusieron en sus manos parte de sus fortunas. Fairfield Greenwich, una boutique fondo de fondos, apenas 127 empleados en todo el mundo, de la que el elegante Piedrahita es senior partner con su amigo Smith, representaba en España a Bernard L. Madoff Investment Securities LLC y a través suyo grandes patrimonios españoles, los llamados family offices, han colocado importantes sumas en los supuestos fondos de Madoff, más bien en la estafa piramidal de Madoff, una reedición elegante y pérfida, como cumple a la intrincada terminología financiera anglosajona, de aquella famosa banquera del pueblo portuguesa, Doña Branca dos Santos, una mujer del Chiado lisboeta que, sin necesidad de cursar en Harvard, fue capaz de estafar miles de millones de escudos a sus compatriotas por el mismo sistema de la pirámide. Se dice que, a través de Piedrahita, se han podido evaporar entre 5.000 y 7.000 millones de euros de inversores españoles. Una estafa de proporciones épicas.

Casi a la misma hora en que Piedrahita intentaba acotar la dimensión del desastre, algunos ricos españoles, avisados de urgencia mientras vigilaban en sus puestos, parapetados tras las jaras de tanta finca de caza mayor repartida por los Montes de Toledo y Sierra Morena, rostros tensos, ojo avizor, la escopeta lista para descerrajar de un tiro al corzo asustado, al jabalí presuroso, entregaban las armas a sus secretarios y salían corriendo en dirección a Madrid. Un jidepú de Nueva York, un tipo con toda la apariencia de honorabilidad que proporciona haber sido director del Nasdaq, la segunda Bolsa neoyorquina, ¡quién iba a pensar que un hombre así iba a resultar un estafador!, acababa de arruinarles al fiesta. Y eso que las cenas de la noche anterior en las hermosas casas de campo habían resultado un éxito. Todos estaban contentos. De Madrid habían salido la tarde del jueves frotándose las manos: la segunda subasta del Fondo de Adquisición de Activos de la banca había salido a pedir de boca. Hasta en Moncloa brindaron con champán. Casi el 92% de los 7.885 millones ofrecidos se habían adjudicado.

Porque había miedo, que conste. Miedo al ridículo, de nuevo. Ocurrió en la primera subasta que los señores de la banca y las cajas ignoraron la oferta del Gobierno. Miedo cerval a ser señalado con el dedo. Pero el jueves todo fue sobre ruedas. Claro que de nuevo tuvimos que movilizarnos, oye, Emilio, no iréis a dejarnos otra vez en la estacada, os hemos puesto 250.000 millones de dinero público (a 6.000 euros per capita sale el esquema, ancianos, lactantes y diletantes incluidos, según los cálculos efectuados por esa egregia liberal que es doña Esperanza Aguirre y Gil de Biedma) a vuestra disposición y ahora no nos dejaréis en evidencia otra vez, no nos haréis esa putada (…) Ya, ya, José Luis, si te entiendo, pero es que nos da un poco de reparo, mira, la verdad es que a mí me da la risa floja, porque voy a dar 10.000 millones de beneficio y voy a repartir como unos 5.000 de dividendo y el BBVA lo suyo, y el Popular ídem de lienzo, porque aquí marica el ultimo, y claro está, pues como que te cuesta ir a recoger este regalo navideño que nos habéis empaquetado tan lindamente, porque en realidad no lo necesitamos (…) Nada, nada, Emilio, no me vengas con historias, os quiero a todos como un clavo en la subasta del jueves, avisa a Miguel que toque el silbato, que Pepiño se encarga de las Cajas con la ayuda de Isidre.

Y la cosa salió bordada. Porque los bancos, y sobre todo las Cajas, han perdido el miedo y se han lanzado como fieras a por una liquidez que necesitan como agua de mayo para atender los vencimientos de su deuda, que de eso va esta historia, porque la pequeña y mediana empresa no van a ver un duro en forma de créditos, decenas de pymes cierran todas las semanas estranguladas por la ausencia de circulante, se lo dijo tenso un empresario que se atrevió el otro día, en la asamblea del aplauso de CEOE, a encararse con el inmarcesible Zapatero, de modo que el joven Perón afinó ayer ante los alcaldes socialistas su voz aflautada para advertir muy seriamente a banqueros y cajeros que voy a ser inflexible, oiga, les voy a marcar estrechamente, dijo Peroncito, y como me entere yo que se guardan esa pasta para tapar sus vergüenzas y no la ponen al servicio del pueblo, arderá Troya, y un golpe de pánico seco recorrió los despachos alfombrados entre el eco lejano de las carcajadas de Emilio, Paco, Isidre y demás familia.

6.000 euros por cabeza payudar

De modo que hemos repartido esta semana en el Monte de Piedad del Tesoro Público unos 7.200 millones de euros, algo así como billón y pico de las antiguas pesetas, para ayudar a bancos y cajas, pero nos está negado saber de qué bancos y cajas se trata, porque, claro está, no hay que crear alarma, no se puede estigmatizar a nadie, hay que proteger a los poderosos con el manto de silencio. Cientos de miles de millones para rescatar a los que aparentemente no necesitan ser rescatados, aunque algo teníamos que hacer, cierto: si lo hace Bush y Sarkozy, nosotros no íbamos a ser menos, que hay que currarse el voto. Por una de esas casualidades capaces de dejar en bolas al más pintado, el mismo día que se efectuaba la subasta descrita la banca anunciaba beneficios de 14.203 millones para los nueve primeros meses del año, superiores a los de 2007, y naturalmente vamos a repartir dividendo a mansalva, y nuestros altos ejecutivos se van a adjudicar unos bonus de quitar el hipo. Ante tanto sacrificio de los que más tienen, los españoles de a pie ponemos esos 6.000 euros por cabeza payudar, pero sin derecho a cocina. Sin derecho a saber por qué se les ayuda, en razón de qué, y a quién. Y mucho menos a pedir alguna dimisión de los responsables. Una estafa de dimensiones épicas.

A los españoles nos consuela saber que el tal Madoff seguramente morirá en la cárcel. Un escalofrío recorre América. De Nueva York a Florida, de Minnesota a Texas, “si uno iba a almorzar al club o a jugar al golf, era casi imposible no tropezar con alguien dispuesto a contarte cómo el mago Madoff le estaba haciendo rico, de modo que todo el mundo quería invertir con él”, contaba ayer el WSJ. Un tipo muy solicitado, al que se podía llegar por “invitation only”, que todos los años pagaba retornos de entre el 8% y el 12% del dinero que le dejabas. Nunca fallaba. Tampoco fallaba Andrés Piedrahita, “un hombre simpatiquísimo, en la cuarentena, casado con una brasileña muy rica, que en Madrid recibía a su distinguida clientela en un precioso ático cercano al Viso, y que ocasionalmente daba grandes fiestas en Puerta de Hierro, ya se imaginan, Entrecanales, Abelló (supuestamente uno de los más afectados por la estafa en España), Cortina, Preysler y por ahí. “La gente le tenía por un tipo serio, y es que en realidad no había fallado nunca”.

Hasta que falló. Todo ha fallado en esta gran crisis financiera, antes, económica, después, y de valores morales y democráticos antes y después, que tiene a los Estados y los Gobiernos que los representan corriendo cual pollos sin cabeza dispuestos a poner en marcha gigantescos planes de ayuda a tipos sin escrúpulos con el dinero del contribuyente. Y con la mayor de las opacidades. La clamorosa quiebra de cualquier medida de prevención y control que ha dado lugar a esta crisis, está siendo seguida por una no menos clamorosa renuncia a los principios por los que parecía regirse una civilización basada en la defensa de la libertad, el respeto a la Ley y su obligado cumplimiento, el premio al esfuerzo y el trabajo bien hecho, y el castigo al maleante. Como decía Conrad en carta a Bertrand Russell, “nunca pude hallar nada que me convenciera lo bastante como para poner en solfa, siquiera por un momento, la arraigada sensación de que la fatalidad gobierna este mundo habitado por el hombre”. Nada de lo ocurrido hubiera tenido lugar si no nos halláramos al final de un largo camino de envilecimiento colectivo. La parálisis de unas democracias rendidas al becerro de oro de la corrupción. La moral y la otra. Todo se ha mezclado ahora, en un espantoso revolutum del que nadie sabe bien cómo saldremos. Lo dicho: una estafa de dimensiones épicas.

el confidencial

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